¡…y el Verbo de vida eterna se hizo carne histórica! Parte I

 In Teología y Cultura

Introducción

     Tanto en los escritos Lucanos como en los Juaninos se explicita, en sus respectivos prólogos, un gran interés por la cuestión de la historia. De hecho, puede decirse lo mismo también de los demás evangelios y, consecuentemente, de todo el Nuevo Testamento; puesto que lo temáticamente extensivo a la revelación de Dios es su carácter histórico. Sin embargo, tanto en Lucas como en Juan hay una Historia Teológica y una Teología de la Historia –¡No son lo mismo!– sistematizada en orden a la Historia de salvación. La diferencia estriba básicamente en que en Lucas la sistematización de la Historia Teológica es bastante clara, mientras que en la teología juánica es algo difuso, y más lo es en la primera epístola de Juan. Howard Marshall lo dice con precisión

«Si alguna vez un documento del Nuevo Testamento ha desafiado el análisis para detectar una estructura clara, es probablemente esta epístola. Parece repetir los mismos temas con interesantes variaciones. Consiste en breves secciones inteligibles en sí mismas, pero con poca conexión entre ellas».[1]

   En esta serie de artículos reflexionaremos sobre la facticidad histórica en la primera carta de San Juan y algunas de sus implicaciones en la comprensión y aprehensión de lo que puede significar que el Verbo de vida eterna se haya hecho carne, pero ¡carne histórica!

I Facticidad histórica y paradoja en la teología juánica

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida —pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—,  lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea completo» (1Juan 1:1-4)

   Lo que ha de encontrarse en el prólogo de la primera carta de San Juan es inevitablemente una paradoja. Por un lado, «Lo que era desde el principio» apunta a la deidad de Jesús el Cristo como el Hijo eterno de Dios. Por tanto, su inaprehensibilidad fáctica en la historia y su historicidad trascendente onticamente queda fuera de lo humano. Así, la circunscripción histórico-geográfica del eterno Verbo de Dios queda referida únicamente a su sola e insondable voluntad. ¡Voluntad del misterio divino! Por otro lado, lo que esencialmente constituye el misterio divino del Verbo encarnado es el hecho mismo de que su inhaprehensibilidad es fácticamente su aprehensibilidad. Su facticidad histórica está tan a la mano que de suyo es el testimoniar y atestiguar históricamente: «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida».

   El atestiguar es tan concreto que se dice a primera instancia en el cuarto evangelio: «Miren, él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (PDT). El «Miren» es encuentro de lo otro, lo que a la vista revela su presencia, de ahí que se diga «¡Aquí viene!» (NBV). La simplicidad transitoria del «¡Aquí viene!» es constitutivamente develación del permanente actuar divino en irrupción eterna de toda forma histórica y todo proceso vital. Es participación en la otredad de la divinidad. ¡El Verbo eterno de Dios no solo vino y vendrá, sino que continuamente está viniendo! ¡«Nuestro Señor ha venido»! –μαρανα θα–. Quien «ha venido» es el Soberano Señor de la Historia: «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap.11: 15b). De tal manera que la encarnación del Verbo, que en un principio encamino su humillación, es lo que constituye finalmente su exaltación (Fil.2:5-11). «esta humillación, este vaciamiento, no es Dios el que violentamente lo impone al Preexistente, sino que es él mismo…el que decide hacerlo».[2]

II Significación y sentido histórico del Verbo de vida  

   La historia es una parte de la amplitud de lo que llamamos vida, y la vida es correlativamente una parte de la significación histórica. Significación y sentido son aquí inseparables. De ahí que la facticidad histórica en la teología juánica viene dada por la inmediatez de la manifestación divina: «pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó»

   Es la significación lo que posibilitará la apertura hacia las condiciones fácticas del quehacer historiador y; acto seguido, la investigación histórica, en su implícita función ética, interrogará por su practicidad en la realidad concreta del mundo histórico. De tal manera que todo desarrollo epistemológico de la historia, –en cuanto ciencia humana– y, consecuentemente, toda practicidad naturalmente desprendida del proceso epistemológico del quehacer historiador, serán en sí mismos un solo campo de acción en el amplio plexo histórico. Sin embargo, las condiciones de la facticidad epistemológica en el quehacer historiador quedan imposibilitadas a la apertura del futuro; pues la historia en cuanto ciencia no tiene en sí misma las condiciones necesarias para abrirse al futuro de tal manera que lo prevenga al tiempo presente. Esto es así porque el ensanchamiento de la historia tiene que ver más correlativamente con su pasado, en el sentido de desentrañamiento del mundo en la más abarcadora posible configuración. Es por eso que se puede hablar de Historia Universal. Más no se le refiere en el aspecto negativo de excluir lo particular –y lo muy propio de cada particularidad–, sino a la manera de que los pequeños momentos no lo son, y nunca lo han sido, en forma aislada, sino que se corresponden correlativamente con el gran momento: el todo del engrane y proceso histórico. Es decir, una Totalidad en la que todos los momentos particulares encuentran su convergencia, pues la vida es vida que fluye como un todo: «testificamos y os anunciamos la vida eterna»

III Facticidad histórica y aprehensión del sentido

   Aunque la teología juánica retrocede tanto en el tiempo hasta ubicarse en la eternidad pasada, en el misterio insondable, no por ello ha de verse como teología de lo inmanente, y más aún, como imposible de aprehensión. Más bien, la facticidad de su aprehensibilidad conlleva indiscutiblemente una profunda teología practica: «lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros». Así, al que interroga por la historia de la salvación en su quehacer historiador le compete la condición del presente, aunque epistemológicamente no cuente con las condiciones fácticas necesarias para su aprehensibilidad. Le compete en el sentido de que la significación, por ser significación referida siempre al Todo, incide incondicionalmente sobre el sentido. Pues el sentido da cuenta de las condiciones del aquí y del ahora que, en el despliegue de sus momentos vivenciales, configuran la Historia del tiempo presente. Más la configuración del tiempo presente no es prsentismo; no toma el presente como reducción insoslayable de la existencia replegada inexorablemente a sí; sino que lo refiere como el punto medio, no punto transitivo; sino momento del devenir donde el proceso de la historia universal siempre está en su estado de abierto. Siempre a la manera de procesión histórica que interroga por la significación de su sentido, por eso la teología juánica resalta el hecho de la comunión: «para que también vosotros tengáis comunión con nosotros». La comunión es con el Dios que se nos comunica en la historia, es comunión con la tradición histórica del Verbo de vida.

   Si la significación del sentido fuera punto transitivo y no medio, la historia inevitablemente quedaría fuera de cualquier plexo histórico. Pues toda significación terminaría en la reducción al aquí. El horizonte histórico del sentido quedaría aplastado por la carga del momento presente. El hombre, en cuanto hombre referido al sentido, y a la significación, también se sustrae a la pura contingencia del instante presente. Tal contingencia no es otra cosa más que el arrojo a la muerte. Aquí la muerte no consiste propiamente en el vaciamiento de todo sentido, sino en abrazar y darse ciegamente a cualquier sentido. La muerte no es cesación de la vida, dejar de existir. Es, sobre todas las cosas, despojamiento de la voluntad por el implante de la vaciedad que la multiplicidad de sentidos imponen al ser. Es, pues, una forma de despersonalización –o si se prefiere: enajenación y alienación– muy propia de la modernidad.

   La valorización del instante presente como contenido de significación y sentido último inapelable es lo que mata al hombre moderno. Pues fuera del instante presente no existe la vida. La vida es el despliegue del reino de la subjetividad-sentiente. El resultado último de este proceso es indiscutiblemente la negación de la vida. Se le niega cada vez que se desconoce el Todo de su imbricación universal. El presentismo, entonces, niega el carácter universal de la conciencia histórica al replegar en su ensimismamiento y mismidad la existencia como pura subjetividad e interiorización. No ha de verse como algo extraño o ajeno a la modernidad la difuminación del ser por la etérea y difusa espiritualización de toda forma vivencial. La espiritualización de toda forma histórica en la modernidad hace que la historia del tiempo presente sea el permanente estado de kénosis. De ahí que la normalización de tal concepción gira en torno a la tesis de que en la modernidad asistimos a la muerte de la ontología y, está precedida por la muerte de toda metafísica. Según se aduce en dicha tesis, no hay, pues, posibilidad alguna para el hombre moderno de tomarse en serio la pregunta por el sentido. El sentido no es más que el sinsentido como expresión última y definitiva de la modernidad. Se cancela con ello toda teleología y se despoja del devenir todo derecho a la esperanza.

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[1] Marshall, I. Howard. Teología del Nuevo Testamento. Muchos testigos un solo evangelio, Barcelona, CLIE, 2016, p.471

[2] Cuenca Trabado, José Antonio. Cristología actual y Filipenses 2:6-11, Barcelona, CLIE, 1991, p.112

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