PAUL TILLICH Y LA PREGUNTA POR EL “FIN DE LA HISTORIA”. PARTE XII

 In Caminando en Justicia, Teología y Cultura

Introducción

El pensamiento de Paul Tillich, tantas veces desacreditado, es, y seguirá siendo, un desafío e invitación a pensar con osadía y honestidad intelectual, superando los prejuicios que vayan surgiendo en el camino de la reflexión teológica. Tal desafío está siendo aceptado cada vez con la máxima seriedad posible, ejemplo claro de ello es la obra colectiva titulada: Paul Tillich and Pentecostal Theology. Spiritual Presence and Spiritual Power, dirigida por Nimi Wariboko y Amos Yong.[1] En estos doce artículos hemos tomado con seriedad el reto que representa dialogar con Tillich, y lo hemos hecho desde una delimitación especifica: la teología filosófica de la historia, en su pregunta por el fin de la historia. Cerramos, pues, los artículos, que tienen un mero carácter introductorio, con esta consideración final.

I Teología filosófica, Historia y Totalidad

Mas allá de las delimitaciones temáticas y conceptuales en torno a la dilucidación de un determinado orden teológico, en su tratamiento y lenguaje tradicional, lo de Tillich va encaminado a elaborar una Teología Filosófica. La Teología filosófica es el marco de referencia sobre el cual gira su sistema de pensamiento, tanto en su pretensión de verdad, como en su metodología. Su objetivo pretende conciliar la tensión que en el mundo moderno suscitan las preguntas filosóficas, e intentar una respuesta plausible desde la reflexión teológica.

De ahí que la constelación de temas, finalmente, habrá de fusionarse en la escatología. Pero la escatología, en la totalidad del corpus, tiene que mediar, por un lado, las condiciones de posibilidad y facticidad en la conciencia histórica del ser que interroga ante la apertura al mundo: su-ser-ahí. Así, tenemos una primera tensión que se abre entre el eschaton y el telos. Mientras el primero conlleva en sí mismo una tensión interna, pues el tiempo y su plasmación en la historicidad de lo óntico significa la conciencia histórica ante el mundo como aprehensión del chronos, kairós y kairoi; que a su vez son, aprehensibles e inaprensibles. Y como tal, dialécticos y necesitados de mediación hermenéutica. El segundo conlleva, ineludiblemente, el movimiento de la historicidad en la conciencia histórica, hacia una segunda tensión interna, a saber, la de su facticidad en el aquí y ahora, esto es, el movimiento del concepto en la conciencia interna del tiempo, más ya no en la forma de su historicidad teorética y categorial, sino en la totalidad de la vida desplegada existencialmente. Es decir, la autoconciencia reconocida ante su sentido inmediato e histórico. La conciencia histórica deviene conciencia de realización o realizada. Sin embargo, el movimiento del concepto, en su segundo momento, no será ya la autoconciencia que se reconoce en el sólo despliegue de su historicidad mediada por las condiciones de facticidad en su devenir histórico, una conciencia histórica tal cual. Mas bien, la autoconciencia se reconoce en su estado ontológico de estar permanente y conscientemente ante el horizonte de esperanza. La autoconciencia, que es conciencia histórica, y, por tanto, conciencia de mundanidad, existencial y existenciaria, una totalidad, finalmente, deviene conciencia escatológica. De esta manera, la exégesis teológico-existenciaria completa el movimiento de las categorías de temporalidad que Tillich presenta en su dinámica y fructífera Teología filosófica de la Historia.

La teología filosófica es la disciplina académica que concierne propiamente al sistema de Tillich, pero la concentración de estos ensayos en torno a la teología filosófica de la historia es nuestra propia delimitación temática al interpretar al teólogo de la cultura, puesto que, la historia es el marco de referencia en la sistematización de su teología de la cultura.

Tillich no ha de considerarse únicamente como el “teólogo de teólogos”, como un “teólogo filosófico”, como el “teólogo de la cultura”, o el “teólogo de la existencia”, entre muchas otras clasificaciones útiles. ¡Hemos de verlo también como teólogo de la historia! La historia es lo que contiene, tanto programática, como existencialmente, su proyecto de puesta al día de la fe cristiana. Tillich es, en consecuencia, de los primeros teólogos entre el protestantismo moderno, que se ha tomado en serio no solamente la filosofía, y la articulación científica de la fe, sino que es, con toda probabilidad, el primer teólogo en elaborar una Teología Filosófica de la Historia en la modernidad. Y, en efecto, es la tesis que hemos venido desarrollando. Quien pretenda pensar con seriedad desde la complejidad técnica de dicha disciplina académica, tendrá que vérselas, inevitablemente, con las aportaciones de Paul Tillich.

II Teología simbólica, Hermenéutica, y Existencia

En Tillich, el desarrollo categorial gira en torno a la abstracción altamente simbólica, donde lo simbólico deviene rasgo biográfico, por tanto, muy personal e íntimo. Los símbolos bien pueden ser considerados como el corazón de la teología de Tillich. Cosa que hace tan difícil entender qué es lo que nos está diciendo. En filosofía hermenéutica, los símbolos no apuntan a sí mismos, sino que señalan hacia algo metafísico. Apuntan a algo que está más allá de ellos, y lo trascienden en significado. No obstante, si el sentido vulgar y corriente de la categoría “metafísica” se impone, termina violentando toda posibilidad de comprensión, pues lo que el uso vulgar siguiere no es otra cosa más que referencia ocultista, casi satánica. Desgraciadamente, entre muchos evangélicos, tal es la forma de entender la categoría. Los símbolos han estado presentes a lo largo de toda la Biblia, de la historia, y de la teología. Si anulamos el potencial simbólico de las Escrituras corremos el riesgo de perder, en buena medida, la fe cristiana. La fe, de hecho, exige ineludiblemente el lenguaje simbólico, dado que las realidades de las bendiciones espirituales y eternas trascienden el espacio y el tiempo, lo material e histórico, tornándose inaccesibles mediante gramática alguna. Únicamente de tal forma es que se puede tener acceso a la plenitud de la Gracia divina que se comunica en la hondura del ser. Cuando la Carta a los Efesios dice que Dios «nos levantó de los muertos junto con Cristo y nos sentó con él en los lugares celestiales» (2:6 NTV), está usando un símbolo, pues nadie que lea el ensayo puede estar en este momento flotando en el espacio, a miles de kilómetros sobre la tierra. Si puede leer es porque “se conectó a la red”, tal “conexión” es ya símbolo de la realidad tecnológica en la que estamos inmersos: «El símbolo es transformador, efectúa metamorfosis». «[…] el símbolo es el hermeneuta del silencio divino».[2]

En la filosofía hermenéutica, el texto se expande tanto, que apela a la totalidad existencial. El símbolo es la representación más viva de la analítica existenciaria. Texto no es ya mero reducto de lo gramatical-escritural, sino que su trascendencia estriba en que ha emigrado a la obra de arte, al teatro, a lo que se dice sin proferir palabra alguna en el silencio. El texto es acto contemplativo ante lo divino; la recepción de lo santo y su reacción estremecedora. Texto también es el intenso dolor en la mirada del que sufre, del huérfano, del marginado. El rostro alegre de un niño; los ojos radiantes de una mujer enamorada; un gato en la ventana, esperando a su esclavo humano para que le sirva con reverencia. Todo ello deviene texto que nos interpela en cuanto intérpretes. ¡Son los símbolos imperceptibles de la vida! ¿No es acaso lo que enseña la hermenéutica tipológica, y recientemente, el auge de la hermenéutica analógica? ¿Y qué decir de la revolución psicológica y psicoanalítica de Freud, Jung, Odermatt, Janet, Bleuler, Adler, entre otros, y su referencia a lo profundo de los símbolos con la  Tiefenpsychologie? Y, ¿acaso los yo soy del evangelio de San Juan, no son en sí mismos símbolos escatológicos potenciales? De ahí que la legitimidad del uso categorial-simbólico-existencial-histórico es presupuesto hermenéutico del mensaje novotestamentario. Entre los múltiples ejemplos que puedan mencionarse, que baste el de Mateo 13:10-11.

«Entonces, acercándose los discípulos, le preguntaron: —¿Por qué les hablas por parábolas? Él, respondiendo, les dijo: —Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no les es dado.» (RV.95).

Lo que el evangelio está diciendo es que el símbolo oculta, a la vez que revela. La opción categorial, al momento de hacer teología filosófica, no es una opción fácil, conlleva el riesgo del rechazo y la incomprensión. Tanto en el ámbito académico, como entre los lectores del gran público, dicha elección suele verse como sospechosa y vacía, carente de sentido y significación. Mera aducía retórica, charlatanería de sofistas ególatras; síntoma de algún trastorno de salud mental. En consecuencia, sin nada que decir sobre la realidad concreta, y, por tanto, destinada a su pronta caducidad. De ahí que, actualmente, una percepción de la obra de Tillich, sea la del teólogo que en su momento dijo cosas importantes, pero hoy nada tiene que decir sobre nuestro presente. Lo mismo sucede en la rezeptionsgeschichte sobre Platón, Aristóteles, Descartes, Tomas de Aquino, Hegel, Kant, Schleiermacher, tantas veces declarados muertos, inservibles, caducos. No obstante, el juicio unánime de un buen número de especialistas es que caminamos y pensamos a la sombra de ellos.

III Teología de la cultura, Apologética y objetividad científica

El sistema de Tillich es uno abierto en diálogo con todas las ciencias de su tiempo, una ligera revisión bibliográfica de las Gesammelte Werke, y de su Sistemática lo deja ver. El panorama es tan denso que abarca prácticamente la totalidad del pensamiento filosófico, desde los antiguos griegos, la patrística, las corrientes psicoanalíticas del siglo XX, así como, una interesante replica a Albert Einstein en 1940, aparecida en el capítulo nueve de Teología de la cultura: “Ciencia y teología: una discusión con Einstein”.[3] En él la fe no teme dar la bienvenida al rigor de las objeciones, sino que le impulsan a la búsqueda y formulación de la apologética integral. La fe no necesita tanto de la apologética beligerante que se refugia en el rincón de la comunidad eclesial —ridiculizando las objeciones, y en el mejor de los casos, encasillándose en reduccionismos—, como último bastión articulador de racionalidad. Sino que la fe es esencialmente misionera, sale al encuentro de las más duras objeciones en contra, ubicándose así en un terreno común; donándose a toda racionalidad objetual, y al salir de sí misma, se encarna en la duda, la increencia, la sinrazón, pero, sobre todo, en la duda razonable, para responder desde lo profundo del ser. En la apologética se da tanto una fe razonable, como una duda razonable, no son enemigas, sino gemelas. Una no avanza sin la otra. El terreno común es la lucha contra la irracionalidad fanática. La apologética de Tillich no es únicamente razón dialógica, que se abre en su razón cordial, mediante un método de correlación, sino que al mismo tiempo es denuncia profética contra toda tiranía y fundamentalismo. De ahí que una y otra vez su pensamiento se asume críticamente. En Tillich, será denuncia constante contra lo demoníaco en el interior de las iglesias: ¡Lo santo es el lugar favorito de lo demoníaco! –Nos dirá-.

El evangelio es encarnación del amor divino en todo devenir histórico. Encarnación del logos que nos interpela ante la razón de la esperanza. Ya Wesley ponía el problema en el centro del debate público, mediante unas memorables palabras: «Nos unimos a ustedes en el deseo de una religión fundada en la razón y concordante con ella».[4] La fe es racional, pero nunca racionalista. Tener logos no es únicamente tener razón, sino tenerla en el amor, la fe y la esperanza. ¡Razón cordial! Razón integral, ética. En consecuencia: ¡razón santificada! —es el λογικὴν λατρείαν, y la διανοίᾳ del evangelio—. Todo lo abierto como horizonte hacia el futuro es prolepsis de la soberana gracia en el amor Divino. La apologética es un sistema irreductible a mero ejercicio evidencialista y silogístico, como si la evidencia, en abstracción de la totalidad, fuera autosuficiente para superar las objeciones de la duda razonable.

La apologética, en tal recurso, deviene solipsismo, y su riesgo latente, en el seno de la fe, no es otro más que el reducto a una secta intelectualista, mistérica, mistagógica y gnóstica; donde unos cuantos tienen acceso al conocimiento. Vale señalar, como nota relevante, que tal caricatura apologética ha hecho estragos trágicos entre los más jóvenes en la fe. La apologética es sinónimo de superioridad intelectual, de arrogancia, vanidad y exclusivismo. Presumiblemente, la fe únicamente puede ser asumida y defendida desde el ala radical de la teología calvinista, en particular, de los llamados “reformados” o “nuevos calvinistas”, cuya pretensión casi equivale a decir que sólo hay salvación en Calvino y su sistema teológico. ¡Ninguna otra interpretación es verdadera! Por ejemplo, M. S. Horton hace una pregunta provocadora: «“¿Es posible ser un `Arminiano Evangélico`”?» Y, en su limitada lógica calvinista, —que afortunadamente no representa todo el calvinismo— responde con un rotundo ¡No! Así, quienes no creen como su “sistema” enseña, no tienen derecho a ser vistos como evangélicos. En sus propias palabras: «históricamente hablando, aquellos que no afirman estas doctrinas no son, en virtud de la ley de la no-contradicción, evangélicos».[5] Semejante pretensión apologética está más interesada en enjuiciar, condenar, descalificar y erigirse tribunal de la nueva inquisición intelectualista. En tal sentido, no puede darse ningún avance, sino puro retroceso. Se barre así con el principio protestante y el derecho al libre examen. Se borra de golpe toda racionalidad de la fe. En cambio, la apologética de Tillich nunca estuvo replegada a la mera formulación abstracta de la especialización académica reduccionista, sino que Tillich supo captar la atención de todos los públicos. De ahí que su enorme esfuerzo intelectual por contextualizar el mensaje del evangelio no solamente es lúcido y profundo, sino que exige una circulo éticohermenéutico, es decir: el pensamiento de Tillich rendirá sus frutos ahí donde responsablemente se le contextualiza en torno a las ondas problemáticas de cada momento histórico concreto.

Aquí el talente científico de Tillich se deja ver. Su teología es impresionante muestra de objetividad y rigor. La objetividad en el trabajo científico del teólogo, o del filósofo, no significa nunca pretender poseer siempre la verdad y la razón en todo cuanto escribe o dice. ¡La “objetividad pura” es puro mito barato! Objetividad significa pensar con responsabilidad e integridad intelectual, usar la metodología técnica apropiada, mediar su acercamiento al objeto de estudio; reconocer que, en tal mediación, va de por medio la subjetividad de cada quien. Así mismo, es mostrar los resultados académicos de una vida consagrada al trabajo científico, para su verificación y debate público. El teólogo honesto no le teme, en absoluto, a la verificación crítica de su quehacer académico. (1P 3:15). Objetividad es sinónimo de integridad intelectual y de santidad, porque a Dios no se le piensa con superficialidad. Su nombre no puede ser tomado en vano.

La subjetividad, en el trabajo científico del teólogo, no tiene por qué ser mala, contrariamente, es lo que habilita la capacidad de emitir juicios de valor con respecto a su objeto de estudio: es el discernimiento. Por tanto, conlleva siempre una toma de decisión ética. Ahí donde se violenta la ética con respecto al objeto de estudio, que significa ya un tomar distancia para observar con rigor, es entonces que se pervierte la subjetividad. Esta deviene prejuicio, que tiende a manipular la racionalidad del discurso teológico. En la investigación teológica, la distancia no nos aleja de la objetividad, sino que es todo aquello que nos acerca a ella: Nos alejamos para acercarnos, y nos acercamos para alejarnos. ¡He ahí su paradoja! La teología es hablar de Dios de un modo intelectualmente responsable, y nadie puede hablar de él desde el mero fuero interno de su exaltada subjetividad, como si la verdad total y absoluta emanara de un individuo o comunidad de fe aislados, ensimismados, de espaldas a la historia y ajenos a las tradiciones teológicas. En teología, tal pretensión no es otra cosa más que una máscara del demonio, reducto sectario, fundamentalismo asesino, el espíritu del Anticristo que niega la encarnación de Dios en la historia.

Conclusión: “Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto…”

Ante la pretensión de verdad del teólogo —que a su vez es derecho legítimo de la teología en cuanto ciencia— el camino más honesto no es descalificarle de entrada, sino tomarle la palabra: verificar sus afirmaciones, y perder el miedo a debatir con franqueza sus posiciones. Así, por un lado, la verdad se honra y se actúa en santidad. Y por el otro, se defiende y salvaguarda el estatuto científico de la teología. Junto a Hegel diremos también: «Lo más fácil es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo y, lo más difícil de todo, la combinación de lo Uno y lo otro: el lograr su exposición».[6]

A lo largo de la historia, la teología ha avanzado y progresado mediante el debate público. La Reforma Protestante es, por excelencia, ejemplo de ello. En este punto el diálogo se vuelve tenso, pues, parece ser que los creyentes están más interesados en enjuiciar y descalificar, que en verificar racionalmente la pretensión de verdad del ejercicio, profesión y vocación teológica. Sintomática aquí es la expresión nietzscheana: «la iglesia se defiende incluso contra la limpieza».[7] A tal grado que el teólogo es visto muchas veces como amenaza para la iglesia. No obstante, el tan despreciado Ministerio de la Palabra Escrita, es también un llamamiento y un don divino. Y, en numerosas ocasiones, es el único ministerio que, en su función profética, logra despertar a la Iglesia de su profundo letargo: «La vida de estudio es austera e impone pesadas obligaciones…exige un colocarse a tono del cual pocos son capaces. Los atletas de la inteligencia…tienen que aceptar las privaciones y los largos entretenimientos y necesitan una tenacidad muchas veces sobrehumana. Es necesario darse sin reservas para que la verdad se entregue. La verdad solo sirve a sus esclavos».[8] Hay que pensar, y dejar pensar en total integridad intelectual. En la integridad intelectual jamás hay espacio para el fanatismo. Tillich lo dice en términos fuertes: «el fundamentalismo posee rasgos demoníacos. Destruye la humilde sinceridad de la búsqueda de la verdad, crea en sus seguidores una crisis de ciencia y conciencia, y los convierte en fanáticos porque se ven forzados a suprimir ciertos elementos de verdad que apenas perciben».[9] Es relevante observar que en Isaías 1:18, hasta el mismo Dios se abre al debate público: «Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto —dice el SEÑOR—» (NTV).

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[1] Nimi Wariboko y Amos Yong, Paul Tillich and Pentecostal Theology. Spiritual Presence and Spiritual Power, Indiana, USA, Indiana University Press, 2015

[2] Mauricio Beuchot, Perfiles esenciales de la hermenéutica, México, FCE/UNAM, 2008, pp.152-153

[3] Tillich, Teología de la cultura y otros ensayos, Buenos Aires, Amorrortu, 1968, pp.114-118

[4] Obras de Wesley, Tomo VI, Tennessee, Providence House Publishers, 1996 p.24

[5] https://sujetosalaroca.org/2010/06/29/arminianos-evangelicos-parte-i-de-michael-horton/

[6] G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 2017, p.8

[7] Friedrich Nietzsche, “El Anticristo”, en Obras Completas IV, Madrid, Tecnos, 2016, p.720

[8] Tillich, TS I, pp.16-17

[9] A.D. Sertillanges, La vida intelectual, México, Porrúa, 2017, p.11

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