PAUL TILLICH Y LA PREGUNTA POR EL “FIN DE LA HISTORIA”. PARTE X
Introducción
La escatología como fin final, como el fin de todas las cosas, pertenece al misterio santo y divino que nos es oculto, y, además, no es posible humanamente conocerlo. Tan así se ha mostrado el estado de cosas, el sitz im leben de la investigación, que ya antiguamente en el testimonio unánime de los evangelios ni siquiera Jesucristo mismo hizo suya la pretensión de conocer el final de todas las cosas en su decurso cronológico: «Por lo que se refiere a ese día y cuándo vendrá, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles de Dios, ni aun el Hijo, sino solamente el Padre» (Mt.24:36 LBL). Lo que el testimonio unánime del Nuevo Testamento llama es a tener una “aguda conciencia sobre el tiempo”, y, de hecho, se reprocha la inconciencia voluntaria —la voluntad de no saber, no querer, no entender— de no admitir que la irrupción de Dios pueda darse en cada presente como anticipación de su venida, pues Dios no solamente vino y vendrá, sino que continuamente está viniendo a nosotros: «¿Cómo es que no comprenden el tiempo presente?» (Lc.12:56 b). La anticipación del tiempo venidero está ya dada en el tiempo presente y, en ese tiempo que esta “entre los tiempos” es que se hace presente la eternidad. La escatología nos remite inexcusablemente al tiempo como una totalidad histórica, y el fanatismo escatológico nos remite únicamente al tiempo futuro como forma de especulación ahistórica.
I El tiempo y el espacio como límites de la interpretación histórica
En un inédito ensayo titulado La pugna entre el tiempo y el espacio —integrado posteriormente a su Teología de la cultura— se hace más que evidente la centralidad de la historia en la reflexión teológica de Tillich:
«El Dios del tiempo es el Dios de la historia. Esto significa, en primer término, que es el Dios que actúa en la historia con destino a una meta final. La historia sigue una dirección, algo nuevo ha de crearse en ella y por intermedio de ella. Esa meta se designa de diversas maneras: bienaventuranza universal, victoria sobre los poderes demoníacos representados por las naciones imperialistas, llegada del Reino de Dios en la historia y más allá de la historia, transformación de la forma del mundo, etc. Los símbolos son muchos —algunos más inmanentes, como en el profetismo antiguo y en el moderno protestantismo, otros más trascendentes, como en las doctrinas apocalípticas posteriores y en el cristianismo tradicional—, pero en todos los casos el tiempo dirige, crea, algo nuevo, una «nueva criatura», como la llama Pablo. El trágico circulo del espacio queda superado. La historia tiene un principio y un fin definidos».[1]
Nuevamente debe decirse que en Tillich la categoría fin de la historia no refiere tanto a la cesación temporal, supresión o extinción del tiempo como «tiempo medido o tiempo del reloj».[2] Apunta, sin más, al tiempo mediado por el telos que, en términos de significación teológica, es en sí la irrupción de Dios entre nosotros como manifestación de nueva historia. Así, al interrogar por la aparición de Dios, no en el discurrir de una historia que, por su mismo carácter categorial-cronológico nos es ajena e inaccesible existencialmente. Sino por una que nos concierne últimamente en la mediación del permanente irrumpir de Dios. Al presente, el aquí y ahora de cada vida y momento, pues la historia es historia porque alguien la aprehende en el tránsito de la vida.
La historia es, consecuentemente, también una forma de revelación de Dios. Así, ante la pregunta de dónde ha de encontrarse la revelación de Dios, hemos de responder que se halla en la historia. Pero una historia contenida y sostenida en el eterno y transtemporal acto creacional del poder divino, y en cuanto tal, siempre abierta a su manifestación. La historia es revelación de la acción eterna y amorosa de Dios, quien por su amor se sujetó a la temporalidad histórica, sin embargo, al mismo tiempo, la revelación rompe y trasciende la historia sujetándola al eterno acto misterioso de la manifestación escatológica divina. De no ser así únicamente existiría el espacio y el tiempo vaciados de significado y significación, desarrollándose entre seres ahistóricos. Pero ya el relato más antiguo de la creación en el Génesis ponía de manifiesto que por encima de la historia existe el tiempo y el espacio, es decir, lo transtemporal. Y en la transtemporalidad existía ya el propósito eterno de Dios de manifestar su amor dando inicio a la historia: «En Cristo Dios nos eligió antes de la fundación del mundo» (Ef.1:4 BLA). Brevard Childs apuntaba a esto cuando decía que: «Según la historia sagrada de Israel, la creación de los cielos y de la tierra constituye el comienzo de la actividad creadora de Dios. Desde luego, el comienzo del mundo y el comienzo de la historia coinciden. La historia, según el Génesis, no comenzó con Israel, sino con la preparación del escenario para la historia universal. Tan solo más tarde el foco del Antiguo Testamento se estrecha, pasando de lo universal a lo particular».[3]
Con esto se contradice la corriente y muy difundida idea de que “la historia lo explica todo”, o que “la historia está en todas partes”, o “todo es historia”, expresiones deformes y reduccionistas que pierden el carácter mismo de la historia, pues nada entienden de su formulación científica. Lo irónico de semejantes aseveraciones no es tanto su sorprendente carácter reduccionista que raya en lo absurdo, sino que, en buena medida, son hechas por los propios historiadores de profesión. Pues no reducen únicamente el carácter del quehacer historiador, ellos mismos quedan reducidos al rechazar la sólida fundamentación teórico-filosófica de su disciplina. Por tanto, en el marco de las consideraciones epistemológicas suscitadas por lo histórico en cuanto reflexión científica, el espacio y el tiempo están por encima de la historia, esta se les sujeta y no puede romper sus márgenes, pues el devenir histórico en el proceso de la humanidad no es más que un diminuto punto en el inconmensurable abismo de la eternidad. De ahí que Tillich acierta cuando apunta a algo más allá de la historia en su carácter trascendente: el tiempo y el espacio.
II El tiempo oportuno como habilitación de la escatología crítica
Para la solución al problema del tiempo vacío, Tillich emplea la categoría griega del Kairós (Kαιρός), «plenitud del tiempo», «el tiempo oportuno, el tiempo en el que se puede hacer algo»[4], diferenciándolo del chronos (Κρόνος) que es meramente «cuantitativo». Entre uno y otro surge la tensión histórica del momento presente, pero no como polaridad y rechazo del Kairós, eso significaría la transmutación de la esperanza escatológica en pura escatología fatalista y determinista. En Tillich la tensión histórica entre los momentos temporales indica la situación presente. La categoría es tan relevante en el sistema de Tillich que provee el marco referencial en su quehacer teológico, y fundamenta a la vez, su misión apologética:
«La “situación”, como uno de los polos de toda labor teológica, no se refiere al estado psicológico o sociológico en que viven los individuos o los grupos humanos, sino a las formas científicas y artísticas, económicas, políticas y éticas en las que expresan su interpretación de la existencia. La “situación” a la que de manera especial debe referirse la teología, no es la situación del individuo como individuo, ni la del grupo como grupo».[5]
Cabe referir que la situación presente corresponde a los momentos particulares de la acción de Dios en la historia, momentos cargados de sentido y significación a los que Tillich llama kairoi: irrupciones de lo divino en el tránsito de la historia donde una época o grupo determinado cobra conciencia de la visitación de Dios entre ellos. No obstante, junto a la irrupción de lo divino se yergue también el irrumpir de lo demoníaco. Pues «lo santo es el lugar favorito de lo demoníaco».[6] Consecuentemente, el fanatismo apocalíptico, la histeria catastrofista por el fin del mundo y los autodenominados “escatólogos” son máscaras en que se oculta la irrupción de lo demoníaco. Que no se les distinga habla ya de la sutil habilidad con que se introducen en las comunidades de fe. Su éxito es tal que cuando se les desenmascara revierten la crítica contra quienes han discernido su verdadera identidad. Lo demoníaco triunfa así, una y otra vez, contra lo divino. Ahí donde el creyente es arrastrado por el sensacionalismo de los autodenominados escatólogos, que no cesan de predecir la inminente llegada del fin de los tiempos, ahí ha triunfado lo demoníaco. En palabras de Tillich:
«Dos cosas se deben decir acerca de los kairoi: la primera que pueden ser distorsionados demoníacamente, y la segunda que pueden ser erróneos. Y esta última característica es siempre, hasta cierto punto, una constante, incluso en el «gran kairós». El error está no en la cualidad-kairós de la situación sino más bien en el juicio acerca de su carácter en términos de tiempo físico, espacio y causalidad, y también en términos de reacción humana y de elementos desconocidos en la constelación histórica. Con otras palaras, la experiencia-kairós está bajo el orden del destino histórico, que hace que sea imposible la previsión en cualquier sentido técnico-científico. Ninguna fecha predicha en la experiencia de un kairós ha sido correcta alguna vez; ninguna situación adivinada como resultado de un kairós llegó nunca a hacerse realidad».[7]
III La escatología es una forma de mediación histórica
Vale señalar también que al ubicar temáticamente la “pregunta por el fin de la historia” en el mero reducto escatológico es, de hecho, una deformación conceptual y temática grave. Pues la escatología no necesariamente ha de estar remitida a un final escatológico, sino que el final de la escatología es en sí mismo teleológico. Por tanto, lo que, en las sagradas escrituras, como en la historia del pensamiento cristiano o la dogmática, se nos presenta como escatología, no ha implicado nunca un desarrollo pleno, completo, y ni siquiera temáticamente delimitado. Más bien se ha querido mostrar como anticipación del triunfo de la esperanza en el amor santo de Dios. H. Orton Wiley ha dicho con justa razón, en el tercer volumen de su Teología, que «En cuanto a la estructura doctrinal de la escatología cristiana, todo lo que podemos hacer es tantear su fundamento y sus componentes principales, pero nunca todo lo que esta estructura contiene».[8]
De ahí que la escatología se comprende más cabalmente en perspectiva mediadora con el tiempo y la eternidad, es su relación con ellos lo que hace que la escatología tenga sentido y pueda decir algo esperanzador para nosotros hoy. En consecuencia, la escatología es una forma de mediación histórica, pues se tensa entre un propósito eterno, su plasmación en el devenir humano, y su concomitante culminación en la meta final, donde el todo será en todos. Discernir el espíritu de los tiempos —Zeitgeist— es la función formadora de toda reflexión escatológica que pretenda ser seria y coherente, pues el testimonio de las Escrituras en su conjunto apunta al reconocimiento del tiempo.
Si se quita el tiempo y la eternidad del horizonte escatológico nos quedara únicamente el nihilismo, el arrojo de la historia a la nada. La escatología se vuelve fatalista, pesimista y su consecuencia final es la muerte. En otras palabras, si las representaciones escatológicas hoy en día en el imaginario popular son hartamente pesimistas en su interpretación de la historia, se debe a que se ha entendido por escatología algo que en realidad nunca lo fue. La escatología, pues, en el imaginario popular, siempre se presenta como divorciada y en pugna abierta con el tiempo y la eternidad.
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[1] Paul Tillich, Teología de la cultura, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, p.40-41
[2] Tillich, Teología Sistemática III, Salamanca, Sígueme, p.444
[3] Brevard S. Childs, Teología bíblica del Antiguo y Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 2011, p. 121
[4] Tillich, TS III., p.443
[5] Tillich, Teología Sistemática I, Salamanca, Sígueme, 1982, p.16
[6] Tillich, TS III., p.415
[7] ibid, p.446
[8] H. OrtonWiley, Teología cristiana, Kansas, CNP, 2015, p.281, nota 8