¡…y el Verbo de vida eterna se hizo carne histórica! Parte II
Introducción
Lo que estamos explorando en esta serie de artículos son las implicaciones teológicas del prólogo de la primera carta de Juan. El interés de nuestra discusión se encamina prioritariamente a reflexionar en torno a la Teología de la Historia, disciplina relegada y bastante desacreditada hoy día. Sin embargo, tomamos conciencia de lo que Medard Kehl afirma en cuanto a la relevancia del tema: «La indagación del fundamento histórico es hoy un requisito importante para justificar nuestra esperanza cristiana. Porque ésta no es simplemente un producto de cada generación ni emana de las necesidades de cada época, sino que se basa en el acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret y en la historia de esperanza abierta por él.»[1]
I Metahistoria y facticidad de la acción divina en la teología joánica
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida —pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—, lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea completo» (1Juan 1:1-4)
El carácter histórico de la fe tiene una referencia metahistórica de difícil comprensión. La dificultad estriba en la errónea presuposición de que metahistórico es todo aquello concerniente al terreno de la pura abstracción inconexa con la amplia problemática de nuestro mundo presente. Pero esta descripción se corresponde más con el denominado solipsismo, al que Kant, en su segunda Crítica, asoció con el egoísmo. De ahí que en el siglo xviii Kant expusiera el carácter ahistórico e individualista del solipsismo como actitud: «el egoísmo (solipsismus)…es o el amor de sí mismo, que consiste en una benevolencia excesiva consigo mismo (philautia), o la complacencia en sí mismo (arrogantia). Aquel se llama particularmente amor propio y ésta, presunción.»[2]
En contraparte, el carácter metahistórico de la fe es rompimiento y denuncia de cualquier solipsismo replegado al puro subjetivismo de la interioridad. De tal manera que la recepción de la fe en la interioridad es, al mismo tiempo, su exteriorización por el poder de lo divino, irrumpiendo ahí donde la impotencia de lo humano se muestra incapaz por aprehenderlo. La irrupción de Dios, su autorrevelación, es teofanía de su ser entre la vida humana como donación de sí mismo –ἑαυτὸν ἐκένωσεν–. De ahí el justificado énfasis del prólogo juánico: «hemos oído…hemos visto…hemos contemplado…palparon nuestras manos». El hecho de que la facticidad histórica del acontecimiento sea central, queda plenamente atestiguado al tomar rango de imperativo ético: «Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros» – ὑμεῖς ὂ ἠκούσατε ἀπ΄ ἀρχῆς ἐν ὑμῖν μενέτω. – (2:24). En la teología joánica –que en gran medida se da como epistemología de la autorrevelación de Dios– no ha de perderse de vista el indiscutible hecho de que lo metahistórico es, en sí, y paradójicamente, terreno mismo de su facticidad y fundamentación ética. Como bien lo advierte Pannenberg: «Si la teología descuida la idea de la revelación, traiciona el hecho de que no toma en serio a Dios como objeto de su pensamiento.»[3]
II El Verbo de vida eterna en oposición a la vida inauténtica
La prolepsis –πρόληψις– de la eternidad en el corazón del creyente es lo que vence la vida inauténtica. Lo inauténtico niega la vida, la subyuga y deforma. De tal modo que para abrirse a su aceptación, lo tiene que hacer a la manera de apariencia ilusoria –Schein–; pues ahí ya no se reconoce la realidad, y, ni se busca tal reconocimiento. El reinado de lo inauténtico, de la fisura y de lo aparencial, emprende su lucha –desde los orígenes: «el diablo peca desde el principio» (3:8)– contra la facticidad histórica del Verbo de vida eterna. Pretende desplazar la vida auténtica –emanada del Verbo– por el estatuto de verdadera realidad de lo meramente aparencial –docetismo. Por ello Juan advierte: «todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del Anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.»
Lo inauténtico, revestido de autenticidad, emerge en completa libertad ahí donde la historia tiene su negación. El plexo histórico ha dejado de ser terreno común del irrumpir divino. Baptist Metz ha llamado la atención sobre esto en su breve y acuciante Teología del mundo:
«Una fe que viva tan de espaldas a la historia, tan inhistóricamente, difícilmente se verá a sí misma en perplejidad (en aquella saludable perplejidad que impulsa a la conciencia de fe a adoptar nuevas iniciativas). Semejante fe puede seguir siendo rica en palabras. Puede seguir hablando, con asombrosa superioridad, acerca de Dios y del mundo. Pero carece entonces del sonido del rigor y del colorido de lo real. Y, cuando menos lo esperaba, en medio del cristianismo, puede degradarse hasta llegar a ser mitología.»[4]
La Teología, como el «hablar de Dios de un modo intelectualmente responsable»,[5] deviene débil e impotente ante el mundo. Tras su impotencia no aparece otra cosa más que la inhabilitación de la fe, puesto que la fe siempre es histórica. Una de las investigaciones científicas en teología, que marcó época sobre la temática, es la de Oscar Cullmann, Cristo y el tiempo, donde el prestigioso erudito afirma que «en ninguna parte se revelan más concretamente los actos de Dios que en la historia, la cual, desde el punto de vista teológico, representa en su esencia íntima las relaciones existentes entre Dios y los hombres. [sic.]»[6] También Eldon Ladd, siguiendo la propuesta de Cullmann y Pannenberg –de recuperar la centralidad de la historia para la fe– asevera que «El tema central de la Biblia entera es que Dios ha intervenido en los eventos históricos.»[7]
Por ser histórica la irrupción de Dios, le conciernen los problemas del mundo histórico. Es a lo que apunta la expresión en el prólogo del cuarto evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» –Καὶ ὁ λόγος σὰρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν–. Esto tiene que ver con el reclamo de justicia propio de la fe; solamente ella puede testificar prolépticamente de la justicia auténtica por la que «toda la creación gime» (Ro 8:22). Nuevamente el lenguaje de San Juan es radical: «En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia y que no ama a su hermano, no es de Dios.» (3:10). La justicia es inherente a los hijos de Dios. Es constitutiva y ontológicamente su esencia. Bien lo apunta Howard Marshall: «El término justo solo se puede atribuir a los que realmente practican la justicia. Se trata, por consiguiente, de un concepto que surge de la conducta.»[8] ¡Ser cristiano y ser injusto es pura contradicción!
III ¿Quién es el mentiroso…en la Teología juánica?
La injusticia estructural que sobrepasa el límite de lo que San Juan refiere como «comunión», es distintiva marca de quien niega el carácter histórico de la fe. Fe ahistórica es fe que da licencia al encubrimiento de la injusticia; socaba la dignidad del ser humano y toma al mundo como aislado campo del obrar maligno. ¡Fe ahistórica es negación de fe autentica! Es el implante y la victoria de la acción del Anticristo en el devenir diario. Es entrega sumisa y cómplice ante todo enemigo del Dios que aborrece la injusticia: «éste es el espíritu del Anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.» (4:3b). En otras palabras: ¡Es corrupción estructural emanando del seno eclesial!
Quien desee pensar coherentemente sobre la categoría de Anticristo, no podrá negar el hecho de que Anticristo es todo aquello que rechaza la justicia: «Éste es el enemigo que se levanta contra todo lo que lleva el nombre de Dios» (2 Tes 2:4 DHH). Lo atrayente del Anticristo es, en sí mismo, la esencia de su condenación: la usurpación de la verdad. He ahí la relevancia del énfasis juánico: «ninguna mentira procede de la verdad» (2:21). El significado profundo de esto es que el Anticristo tiene también su facticidad histórica: «ya está en el mundo» (4:3b). La teología joánica no relega la aparición del Anticristo a la encarnación de toda perversidad para el futuro inminente –lo cual es marca distintiva de quien niega al Cristo histórico– sino que su advertencia de «ya está en el mundo» es el más contundente llamado a constatarlo. También la teología paulina se mueve en estrecha consonancia con esto: «Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad» (2 Tes 2:7). Y, aún más, el testimonio unánime novotestamentario toma con absoluta seriedad la acción del Anticristo en el aquí y ahora, irrumpiendo subrepticiamente en el devenir de la historia.
Conclusión
Cuando San Juan pregunta en 2:22 «¿Quién es el mentiroso…?» Responde contundentemente: ¡el Anticristo! Pero el Anticristo no está afuera, sino en el seno de la comunidad eclesial. Su indiscutible característica es el rechazo rotundo de que Dios ha actuado en la historia. Niega que Dios no solo históricamente se encarnó, sino que, en este mismo instante, se está encarnando en el dolor, el sufrimiento, la marginación y el rechazo de todos los hermanos excluidos y despreciados. Tan potente es la radicalidad de Juan, que se atreve a decir que Anticristo es también «el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad y cierra contra él su corazón» (3:17). Ese es «homicida» (3:15), pues «odia a su hermano» (3:15).
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[1] Medard Kehl, Escatología, Salamanca, Sígueme, 1992, pp.14-15 [2] Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, México, FCE/UAM/UNAM., 2017, p.86 [3] Wolfhart Pannenberg, Offenbarung als Geschichte, Gtötingen, Vandenhoeck y Ruprecht, 1982, p.VII [4] Johann Baptist Metz, Teología en el mundo, Salamanca, Sígueme, 1971, p.12 [5] Pannenberg, Teología sistemática II, Madrid, UPCO, 1996, p.175 [6] Oscar Cullmann, Cristo y el tiempo, Barcelona, editorial Estela, 1968, p.15 [7] George Eldon Ladd, Creo en la resurrección de Jesús, Miami, Fla., 1977, p.22 [8] Ian Howard Marshall, Teología del Nuevo Testamento, Barcelona, CLIE, 2016, p.476
Mitz, gracias por este detallado artículo que sirve de trampolín para saltar a muchos temas éticos actuales que están retando diariamente a la iglesia. Como enfatizáis aquí: “es corrupción estructural, [que emana] del seno eclesial” y esto a la vez nos lleva a denunciar, la implícita contradicción de ser cristiano e injusto a la vez. ¡Excelente!