PAUL TILLICH Y LA PREGUNTA POR EL “FIN DE LA HISTORIA” PARTE XI
Introducción
En el apartado titulado “El reino de Dios y las iglesias” (449-453) Tillich lanza una sugerente pregunta: «¿qué significa que las iglesias sean no sólo encarnaciones de la comunidad espiritual sino también representantes del reino de Dios en su carácter omnienglobante?».[1] Y procede a elaborar una interesante respuesta con tres vertientes principales: 1). Una Teología del poder, que puede tener contextualmente demasiada utilidad para nuestra situación actual; 2). Una demonología que rompe la interpretación tradicional en cuanto a los poderes del mal y la teodicea, y 3). La inserción de la eclesiología como representación del reino de Dios en pugna con las dos categorías anteriores. Obviamente que la discusión de Tillich se da en el marco de la globalidad de su Obra, cosa que imposibilita un análisis somero, por tanto, aquí nos contentamos con esbozar unas pinceladas en perspectiva crítica. En todo caso, lo que en esta serie de ensayos nos interesa es la presentación de una teología crítica que pueda habilitar la crítica teológica.
I La finalidad de la Iglesia no es proclamarse a sí misma sino al Reino de Dios
Que la Iglesia puede adquirir rasgos demoníacos por desviarse de su finalidad última, es decir, su telos, que es representar y proclamar la venida del Reino de Dios y su justicia, es algo que está completamente claro en el pensamiento de Tillich. Y tiene lugar ahí donde el plexo más abarcador de la vida no se concibe sino como negación de la realidad histórico-existencial en toda su dimensión. Captar la dimensión histórico-existencial es, justamente, la mayor carencia de la iglesia, puesto que se entiende, en buena medida, a sí misma como reducto de una comunidad espiritual “separada” del mundo. Tillich dice que
«las iglesias son las representantes del reino de Dios […] «Reino de Dios» abarca más que «comunidad espiritual»; incluye todos los elementos de la realidad, no sólo aquellos, es decir, las personas, que pueden entrar en la comunidad espiritual. El reino de Dios incluye la comunidad espiritual, pero, así como la dimensión histórica abarca todas las otras dimensiones, así el reino de Dios abarca todos los dominios del ser bajo la perspectiva de su finalidad última. Las iglesias representan al reino de Dios en este sentido universal».[2]
Nada puede estar tan desviado del evangelio que la usurpación del Reino de Dios por la Iglesia, puesto que la Iglesia no se anuncia, ni se representa a sí misma, no es ella la finalidad del evangelio, sino su mensajera y aquello, donde de una manera u otra, se anticipan escatológicamente las demandas del Reino. De ahí que la forma de ser en el mundo de la Iglesia no es otra más que el amor, la justicia, la ética y la santidad del Reino de Dios. El evangelio no anuncia únicamente el reino de Dios, como reducto de la presencia espiritual de lo divino en su irrumpir en el devenir histórico, sino que la categoría completa es la del «reino de Dios y su justicia» —βασιλείαν καὶ τὴν δικαιοσύνην— (Mt 6:33). La disociación de esta categoría significa una confusión demasiado común entre creyentes, y el hecho de que los creyentes reciban la designación de «linaje escogido, real sacerdocio» (1P 2:9; Ap 5:10) no ha significado nunca teológicamente que, en esencia, el reino de Dios sea ya una realidad histórico-existencial concreta entre nosotros. Más bien, lo que ha venido a significar tal reducto es la deshistorización de la fe, y con ello, consecuentemente, su desarraigo y desentendido de todo cuanto significa latentemente la realidad histórica circundante de cada quien, donde la justicia refiere las demandas éticas del reino, puesto que, en el decir de Dwight Pentecost, «El Espíritu Santo obra a través de los hijos de Dios, y la vida justa, pía, santa, y separada de un hijo de Dios redarguye al mundo de su licencia, su injusticia y su impiedad».[3]
Lo que el creyente está llamado a hacer es a confiar y aguardar la esperanza bienaventurada de que algún día, en el tiempo de Dios —Kαιρός—, ese reino vendrá a nosotros y reinaremos con Él. Por tanto, el reino de Dios trasciende la historia y corre en un drama cósmico que no está a nuestro alcance, su inmanencia no se liga a las formas de la vida histórica, pero se manifiesta en ellas como revelación. De ahí que la historia sea también revelación de Dios. Manipular y torcer las formas explícitamente concretas de la historia es una manera de manipular y torcer la revelación de Dios, la prominencia en el mundo moderno es justamente este modo demoníaco de narrar y concebir la historia. Walter Benjamín lo dijo contundentemente: «No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie».[4] De ahí que la categoría reino de Dios no se inscribe meramente en lo histórico, sino que lo trasciende en orden a lo cósmico y transtemporal, metahistórico. Purkiser y Taylor lo han señalado con precisión:
«Cualquier cosa que se diga acerca de un reino específico de Cristo en lo que se relaciona a los humanos y a esta tierra, nunca ha de olvidarse que el Reino de Dios es la gran realidad cósmica en el trasfondo. Este Reino es la fuente de toda manifestación terrenal y es nuestra meta final. El reino de Dios no depende, en ningún sentido, en la cruz para su existencia. Sólo la forma redentora de este reino, como un reino espiritual al que los pecadores pueden volver a entrar a través del nuevo nacimiento, fue introducido por Cristo entre los hombres».[5]
II Demonología y teología del poder
Cuando las formas ahistóricas de expresar la fe histórica cobran preminencia en el actuar de la Iglesia y del creyente, es porque se ha pasado del reino de Dios al reino demoníaco. Lo demoníaco deshistoriza la fe histórica reduciéndola a mero gnosticismo que nada quiere saber de las demandas de justicia en el aquí y ahora, y con ello la forma de la historia es esencialmente su deformación, toda pretensión de justicia deformada es demoníaca. Con demasiada frecuencia la historia no es otra cosa más que manifestación de pura injusticia. Nietzsche tenía razón al expresarlo irónicamente: «¡Hay tanto, en el hombre, que produce espanto! ¡Demasiado tiempo ya ha sido la Tierra una casa de locos!»[6] Y, justamente, en el pensamiento de Tillich lo demoníaco cobra una relevancia como no se encuentra en otras teologías de su tiempo. Tillich dice lo siguiente:
«La representación del reino de Dios por las iglesias es tan ambigua como la encarnación de la comunidad espiritual en las iglesias. En ambas funciones las iglesias son paradójicas: revelan y ocultan […] las iglesias incluso pueden representar el reino demoníaco. Pero el reino demoníaco es una distorsión del reino divino y no tendría ningún ser sin aquel del cual es una distorsión. El poder del representante, por muy mal que represente aquello que debería representar, radica en su función de representar. Las iglesias permanecen iglesias aun cuando sean fuerzas que ocultan lo último en lugar de revelarlo. Así como el hombre, portador del espíritu, no puede dejar de ser tal, así las iglesias que representan el reino de Dios en la historia, no pueden ser desposeídas de su función aun cuando la ejerzan en contradicción con el reino de Dios. El espíritu distorsionado aún es espíritu; la santidad distorsionada aún es santidad».[7]
Queda clara la relevancia que Tillich concede a la demonología, que no ha de entenderse en su expresividad metafísica u ontológica como tradicionalmente se representa, sino en la negatividad que recorre subrepticiamente el discurrir de la historia, frustrando las potencialidades en el fondo del ser del hombre y privándole de la búsqueda y aprehensión del nuevo ser, y con él, la creación de nueva historia. Con esto, en Tillich se hace presente una profunda y rica teología del poder en orden a una reconstrucción, reinterpretación y actualización de la teodicea. No obstante, no debe pasarse por alto que, en buena medida, en la filosofía del siglo XIX la teodicea era tarea permanente de la reflexión profunda, tanto desde el ala apologética de la fe, como desde la misma crítica a la fe. El caso de Nietzsche es emblemático y vale la pena retomarlo aquí. El demonio aparece en abierta pugna con el hombre ya en El nacimiento de la tragedia, de 1872, y después, en el maduro Zaratustra, de 1892, el demonio nuevamente sale en el escenario. En la primera obra el predicamento del demonio es sombrío y va de la siguiente manera:
«Dice una vieja leyenda que durante mucho tiempo el rey Midas había perseguido en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poderlo atrapar. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es para el ser humano lo mejor y más ventajoso de todo. Rígido e inmóvil el demón guarda silencio; hasta que, obligado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: «Miserable especie de un día, hijos del azar y del cansancio, ¿Por qué me obligas a decir lo que para ti sería muy provechoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti ―morir pronto».[8]
Mientras que, en el Zaratustra, el demonio hace volar en pedazos a un hombre que hacía malabares en un mercado ante una multitud, tras la escena, surge un dialogo interesante entre el hombre despedazado y Zaratustra:
Pero Zaratustra no se movió, y precisamente el cuerpo fue a parar junto a él, destrozado y roto, pero aún no muerto. Tras unos instantes, la conciencia retornó al desmembrado y vio a Zaratustra arrodillándose ante él. «¿Qué haces ahí?―dijo finalmente― Hace mucho que sé que el demonio me pondría la zancadilla. Ahora me arrastra al infierno: ¿quieres tú impedírselo?»
«Por mi honor, amigo, respondió Zaratustra, que no hay nada de eso de lo que hablas: no hay ni demonio ni infierno. Tu alma estará muerta antes que tu cuerpo:¡así que no temas ya nada!»[9]
III ¡No! Dios no siempre gana sus batallas, el demonio también gana
De la historia no pueden excluirse las implicaciones de lo demoníaco, el demonio empuja al hombre a una realidad que por sí mismo continuará negando. La interpretación de la historia explicada al margen del demonio no encuentra ningún sentido, pues el demonio le confiere también sentido a la existencia, y de esta forma, el demonio sirve a los propósitos divinos doblegándose finalmente ante su soberano poder. Pero esto no significa que el demonio pierda todas sus batallas contra Dios, sino que también le arrebata victorias fragmentarias. El demonio, «jamás ha abandonado verdaderamente la escena desde hace casi un milenio. Insertado estrechamente en la trama europea desde la Edad Media, el espíritu del mal ha acompañado todas sus metamorfosis».[10] La demonología de Tillich plantea la centralidad de lo demoníaco en la historia:
«Como representantes del reino de Dios, las iglesias participan activamente tanto de la carrera del tiempo histórico hacia la finalidad de la historia como de la lucha intrahistórica del reino de Dios contra las fuerzas de la demonización y de la profanización que presentan batalla contra esta finalidad. La iglesia cristiana en su autointerpretación original era bien consciente de esta doble tarea y la expresó de manera muy conspicua en su vida litúrgica. Pedía a los recién bautizados que se separaran públicamente de las fuerzas demoníacas a las que habían estado sometidos en su pasado pagano.»[11]
La historia es, pues, el campo de batalla donde el demonio y sus desfiguraciones de la realidad tienen lugar. Además, la historia representa el terreno de mayor conflicto para la fe. De ahí que, en el decir de James Dunn, «la historia (como disciplina) y la fe son malas compañeras de cama, cada una de las cuales trata de arrojar a la otra del lecho».[12] Vale aclarar aquí que en español no contamos con una diferenciación semántica entre historia como disciplina académica e historia como devenir de la humanidad, lo cual complica aún más la diferenciación temática. Pero es esa historia académica la que nos interpela e interpreta la acción del demonio en el proceso del devenir histórico, incluyendo la espinosa interpretación de que la acción demoníaca logra triunfar sobre el poder divino frustrando sus propósitos en el terreno de la voluntad humana. Los eruditos wesleyanos Purkiser y Taylor lo dicen sin ambigüedad:
«Es un error aseverar que “Dios nunca ha perdido una batalla”. La ha perdido. Pero ganará la guerra y al final de cuentas esto es lo que vale. Tal como Garvie dice: “El propósito de Dios debe cumplirse, y puede ser torcido, por la libertad humana.” Torcido, más no vencido al final. Dios ha puesto en ejercicio, impuesta por El mismo, una soberanía limitada en deferencia a la creatura libre que El ha creado a su propia imagen, pero no ha claudicado su soberanía. Los destinos del individuo han sido prostituidos por las voluntades individuales, pero la certeza de que el resultado final de la historia será Su resultado, jamás se ha debilitado».[13]
Tal idea es la que Tillich plantea también al concederle victorias fragmentarias al demonio: «Las iglesias que representan el reino de Dios en su lucha contra las fuerzas de la profanización y de la demonización están ellas mismas sujetas a las ambigüedades de la religión y abiertas a la profanización y demonización».[14]
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[1] Paul Tillich, Teología Sistemática III, Salamanca, Sígueme, 1984, p.452
[2] Ibid., p.450
[3] J. Dwight Pentecost, El sermón del monte, Grand Rapids, Michigan, Portavoz, 1999, p.87
[4] Walter Benjamín, Obras. Libro I. Volumen II, Madrid, Abada, p.309
[5] W.T. Purkiser, Richard S. Taylor, Willard H. Taylor, Dios, Hombre y Salvación. Una teología bíblica, Kansas City, Missouri, CNP., 1991, pp. 643-644
[6] Friedrich Nietzsche, Obras Completas IV, Madrid, Tecnos, 2016, p.510
[7] Tillich, op cit., p.450
[8] Nietzsche, Obras Completas I, Madrid, Tecnos, 2016, p.346
[9] Nietzsche, Obras completas IV, pp.77-78
[10] Robert Muchembled, Historia del diablo. Siglos XII-XX, Buenos Aires, FCE., 2004, p. 9.
[11] Tillich, op. cit., p.450
[12] James D.G. Dunn, El cristianismo en sus comienzos I. Jesús recordado, España, Verbo Divino, 2003, p.133
[13] Tillich, op. cit., pp.454-455
[14] ibid., p.452