Paul Tillich y la pregunta por el “fin de la historia”. Parte III
Introducción
El escenario mundial actual exige una reflexión franca en torno a la posibilidad de un fin de la historia, y Tillich tiene mucho que decir sobre ello. De entrada, se puede notar su gran preocupación en torno al poderío militar de las llamadas superpotencias: Estados Unidos y Rusia. En la quinta parte del sistema “La historia y el Reino de Dios”, Tillich advierte una y otra vez sobre los peligros potenciales de la carrera armamentista latentes aún después de las dos guerras mundiales:
«En nuestra época la tendencia hacia lo omnienglobante en los dos grandes poderes imperiales, los Estados Unidos y Rusia, han llevado a la división más profunda y universal de la humanidad, y ello ha ocurrido precisamente porque ninguno de los dos imperios ha llegado a la existencia por una simple voluntad de poder económico; han surgido y se han vuelto poderosos por su conciencia vocacional en unión con su autoafirmación natural. Pero las consecuencias trágicas de su conflicto se pueden apreciar en cualquier grupo histórico y en cualquier ser humano individual, y se pueden convertir en destructores de la humanidad misma»[1]
I El conflicto de las superpotencias nucleares y la “conciencia vocacional”
Por «conciencia vocacional» entiende Tillich «La historia [que] corre en dirección horizontal y los grupos que le dan esta dirección están determinados por una finalidad hacia la que se esfuerzan por llegar y por un destino que tratan de realizar».[2] Si se observa bien, «conciencia vocacional» y «finalidad» son indivisibles en la definición categorial de Tillich. La categorización significa que ambas son expresión del «telos», es decir, el fin como finalidad. De esta forma, la categoría es una teleología que implica siempre un desarrollo escatológico. Así, en una primera instancia categorial, el eschaton no ha de definirse por su referencia al fin “destructivo” de todas las cosas —escatología ficcional—, sino más bien, por la búsqueda y la conciencia del sentido histórico en la vida. La pregunta por el sentido de la historia es, pues, el núcleo duro de la reflexión escatológica. Sin ella no hay escatología. No obstante, las representaciones escatológicas donde el «fin» no es una «finalidad», son las que desgraciadamente terminan imponiéndose en el imaginario colectivo popular y conllevan siempre el morbo especulativo por la calamidad y la catástrofe. Estas representaciones son peligrosas en tanto que cancelan el significado histórico de la realidad misma.
El conflicto de las superpotencias nucleares es un conflicto por la historia. No solamente se juega el control territorial en el tablero internacional de la geopolítica, sino que pesan mucho las metanarrativas de la «conciencia vocacional» —que es también una conciencia de elección—, pues historia no es en sí el mero hecho de lo acaecido, es también la producción historiográfica de la «conciencia histórica» que la interpela. Así, el historiador que, en su pretensión de objetividad, niega este proceso historiográfico elemental, es presa del cientificismo positivista. La crítica de Tillich es clara en este caso: “Nadie escribe historia en un «lugar por encima de todos los lugares»”.[3] A semejante pretensión Tillich la clasifica de «utópica». Pero, el riesgo latente en las metanarrativas es traspasar el límite de la objetividad científica, incluso, traspasar el límite señero de la mera utopía, convirtiendo los metarrelatos en ideología criminal.
El genocidio, la matanza en masa, la limpieza racial y étnica son la abrumadora evidencia del extravío perverso en el extremo de la «conciencia vocacional», que bien puede ser interpretada por ciertos grupos o individuos como una conciencia de elección, tal como Tillich lo subraya:
«un sentimiento vocacional ha estado presente desde los primeros tiempos de la humanidad histórica. Su expresión más conspicua tal vez, sea, la llamada de Abrahán en la que la conciencia vocacional de Israel encuentra su expresión simbólica; y encontramos formas análogas en China, Egipto y Babilonia. La conciencia vocacional de Grecia se expresó en la distinción entre griegos y barbaros, la de Roma se basaba en la superioridad de la ley romana, la de la Alemania medieval en el símbolo del sacro imperio romano de nacionalidad germánica, la de Italia en el «renacimiento» de la civilización en el Renacimiento, la de España en la idea de la unidad católica del mundo, la de Francia en su liderazgo en la cultura intelectual, la de Inglaterra en la tarea de someter todos los pueblos a un humanismo cristiano, la de Rusia en la salvación de Occidente a través de las tradiciones de la iglesia griega o a través de la profecía marxista, la de los Estados Unidos en la creencia en un nuevo principio en las que son superadas las maldiciones del viejo mundo y realizada la tarea misionera democrática».[4]
II “Autointerpretación vocacional” o pretensión hegemónica de un derecho divino
Si bien es cierto que el relato del Génesis 12 narra el llamamiento y elección de Abram por Dios, convirtiéndose en el hilo conductor de la historia bíblica posterior, también es cierto que en muchos pueblos e individuos ha operado una «conciencia vocacional» de elección muy similar. De una u otra forma, cada pueblo o nación, es decir, cada grupo portador de historia, reclama para sí un derecho divino sobre los demás. No obstante, la pretensión hegemónica de un derecho divino no tiene tanta legitimidad teológica, como comúnmente se cree, responde más bien a una «voluntad de poder», un «eros», o una «autointerpretación vocacional de un grupo histórico» que se impone políticamente. Según Tillich: «Cuanto más fuerte y más justificado sea ese elemento, mayor se hace la pasión constructora de imperios del grupo; y cuanto más apoyo tiene de todos sus miembros, mayor es su oportunidad de durar por largo tiempo».[5]
Esta opción hermeneutica cuenta con la ventaja de desarticular las pretensiones imperialistas de arrogarse un derecho divino por parte de las superpotencias nucleares hoy en día. De tal manera que, tanto las guerras expansionistas que han dejado una escalada de muerte y destrucción en la modernidad, como la teología normativa impuesta en Occidente por las potencias militares hegemónicas, no eran otra cosa más que el extravío de una rígida «conciencia vocacional» que reclamaba los absolutos ideológicos de la verdad. A tal grado que la misma teología no podía hablar de criterios de verdad sino lo hacía en los términos del cientificismo positivista. La tesis en cuestión en estas narrativas es la de que la historia la escriben los vencedores. Obviamente: ¡la teología la escriben también los vencedores! Tillich lo refiere de la siguiente manera:
«Los grupos portadores de historia se caracterizan por su capacidad de actuar de una manera centrada. Deben tener un poder centrado que es capaz de mantener unidos a los individuos que pertenecen a él y que es capaz de preservar su poder en el encuentro con grupos de poder similar. A fin de poder realizar la primera condición, un grupo portador de historia debe tener una autoridad central, que legisla, que administra y que reafirma. A fin de poder realizar la segunda condición, un grupo portador de historia debe tener instrumentos para mantenerse a sí mismo en el poder en el encuentro con otros poderes. Ambas condiciones se cumplen en lo que, con terminología moderna, llamamos un «estado» y, en este sentido, la historia es la historia de los estados».[6]
III El dominio político como lo constitutivo de la existencia histórica
Los problemas clásicos de la teodicea, de alguna manera, son también los problemas profundos de la teología política. Pues poco contribuye el esfuerzo por indagar sobre el dolor y la muerte de los inocentes, si, por el otro lado, no se reflexiona críticamente sobre la violencia y perversidad con que los poderes fácticos implantan sus regímenes de muerte, injusticia y desigualdad económica. De ahí que para Tillich, en la «conciencia vocacional» «El dominio político predomina siempre porque es el constitutivo de la existencia histórica. Dentro de esta estructura tienen un mismo derecho a ser tenidos en cuenta los desarrollos sociales, económicos, culturales y religiosos».[7] Incluso, ahí donde aparece el Reino de Dios y su justicia, lo hace como categoría política. Nos dice Tillich: “Es significativo que el símbolo con el que la Biblia expresa el significado de la historia es político: «reino de Dios»”.[8] En consecuencia, «No se puede despreciar la primacía de la historia política».[9] Tal como suelen hacerlo ciertas representaciones teológicas que abogan por desentenderse del mundo y su realidad histórica concreta.
Y Tillich subraya el hecho una y otra vez, incluso ahí donde las paradojas de la providencia divina parecen contradecir nuestras concepciones tradicionales sobre la actuación de Dios en el mundo y su soberano señorío sobre la creación:
«Los grandes conquistadores son, tal como Lutero los vio, las «máscaras» demoniacas de Dios a través de cuyo impulso hacia la centralidad universal él realiza su acción providencial. En esta visión se expresa simbólicamente la «ambigüedad del imperio». Ya que el aspecto desintegrador, destructivo y profano de la construcción de imperios es tan obvio como el aspecto integrador, creador y sublime, ninguna imaginación puede hacerse cargo del total de sufrimiento y de destrucción de la estructura, de la vida y del significado que acompañan el crecimiento de los imperios»[10]
Conclusión
Siempre será de suma relevancia advertir contra los efectos devastadores de cualquier ideología que, una vez radicalizada, se convierta en fundamentalismo mortal, pues la «conciencia vocacional» se impone con sangre, guerra, muerte y hasta destrucción nuclear. ¡Todo esto en nombre de Dios! Como si Dios le otorgara a los estados modernos un derecho divino para matar. Por eso la crítica a los fundamentalismos siempre es pertinente, pues se escudan en poderes hegemónicos que usurpan prerrogativas divinas, convirtiéndose así mismos en bestias apocalípticas sedientas de sangre: «Quién como la bestia y quién podrá luchar contra ella» (Apocalipsis 13:4).
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[1] Paul Tillich, Teología Sistemática III., Salamanca, Sígueme, 1984, pp.410-411
[2] Ibid., p.375
[3] Ibid., p.365
[4] Ibid., p.375
[5] Ibid., p.410
[6] Ibid., p.373
[7] Ibid., p.376
[8] Idem
[9] Idem
[10] Ibid., p.410