Pascua: entre los gritos de dolor y de esperanza

 In Teología y Cultura

Estamos por conmemorar una vez más una de las celebraciones que unen e identifican a los cristianos de todo el planeta. Fin de la cuaresma y comienzo de la Pascua de Jesús de Nazareth, de su paso de la muerte a la vida, ocurrida en esa celebración de la pascua judía, hace más de dos mil años.

Durante la pandemia muchos hemos experimentado el dolor por la enfermedad y la pérdida de seres queridos. En mi caso, mi padre Juan partió a la eternidad, el 25 de diciembre del año pasado. La muerte con toda su oscuridad se hizo presente. Estamos volviendo a la presencialidad en gran parte del mundo, y una guerra al este de Europa, se suma a los más de 15 conflictos bélicos en nuestro mundo y la siempre potencial amenaza destructora de la guerra nuclear. La muerte golpea a víctimas e inocentes, trayendo consecuencias difíciles en las economías mundiales y en especial a las ya golpeadas sociedades en vías de desarrollo. Generando más exclusión de la vida abundante.

El filósofo y sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos nos dice sobre nuestra actualidad:

“Gran parte de la población mundial está en un período de expectativas negativas. La sensación de que las cosas están mal, pero mañana pueden estar peor. Cuesta creer que mañana puede ser mejor. La pandemia incrementó este sentimiento. Seguimos preguntándonos qué queremos. Los jóvenes de todo el mundo buscan una sociedad mejor. La pregunta está viva. Persiste el deseo de una sociedad más libre, igual y fraterna. Pero las respuestas faltan y son débiles. Hay asimetría entre las preguntas y las respuestas. Esta inquietud se traduce también en un desequilibrio entre dos sentimientos. Un gran filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, dijo que los sentimientos básicos eran el miedo y la esperanza y que entre ambos debería haber cierto equilibrio. No estamos en ese equilibrio. Gran parte de la población mundial tiene mucho más miedo que esperanza. Tal vez una minoría siga con esperanza de descubrir nuevos planetas o crear ciudades en el espacio. Los súper ricos tal vez no tengan mucho miedo, quizás el de perder sus privilegios. Hay una distribución muy desigual del miedo y de la esperanza en nuestro mundo. Las preguntas siguen siendo fuertes, pero las respuestas son débiles.”[1]

En medio de ese desequilibrio entre el miedo y la esperanza, los cristianos proclamamos lo que todos los relatos del Nuevo Testamento enfatizan: El primer día de la semana el sepulcro fue hallado vacío. Jesús ha resucitado. El poder de la muerte no pudo apagar la fe, la esperanza y el amor que el Hijo de Dios manifestó en su vida y ministerio. Aquel que murió esa muerte vergonzosa no había terminado para las mujeres que prepararon ungüentos y especias para ponerle al cuerpo quebrado, según Lucas. Solamente después de hacer una labor de amor desinteresada para un cuerpo que no podrá ni siquiera decir una palabra de agradecimiento, menos aún de retribución, es que nos encontraremos con la sorpresa de la renovación y liberación de nuestra vida. Ya que el único sufrimiento que tiene significado es el sufrimiento que aceptamos en la lucha contra el sufrimiento. Por ello, la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado, la muerte y la mentira, que es la resurrección de Jesús, no se realiza si no se asume y enfrenta la terrible experiencia del dolor, del sufrimiento, de la cruz. En palabras del teólogo brasileño Vítor Westhelle: “Una teología de la cruz siempre se encuentra al otro lado de la práctica de la resurrección, y a la inversa: una práctica de resurrección solo se puede ejercer frente a la funesta experiencia de la cruz.”[2]

Y en ese sentido, el viernes santo será un tiempo donde muchas iglesias meditarán en las conocidas 7 palabras de Jesús en la Cruz. Pero el registro bíblico menciona una última expresión que nos invita a hablar quizás de 8 palabras y no de 7. Esta última, la octava palabra, es narrada por el evangelio de Mateo 27: 50: “Jesús dio otra vez un fuerte grito a gran voz y murió.”

Expresa un grito y no es posible hallar palabras que lo expliquen. En el grito, Jesús suelta su último aliento que lo une a la vida. Y no lo retiene, grita en voz alta para que sea escuchado. No es un gemido ni un susurro, es un fuerte grito tal como lo relata Mateo. No hay en ese grito palabras.

Lo que queda es intentar interpretar ese sonido de dolor y de desesperación. Quizás expresa el dolor de cargar en ese alarido el peso de toda la humanidad desgarrada y de la creación que gime, como dice Pablo en Romanos 8: 22. Mateo relata que hasta la naturaleza misma acusó recibo de su último aliento, que precede a la muerte: “En aquel momento el velo del templo se rasgó en dos de arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron.” (Mt. 27:51-53)

El evangelista Lucas completa el cuadro de la naturaleza registrando que desde el mediodía y hasta las tres de la tarde toda la tierra se oscureció y el sol dejó de brillar” (Lucas 23:44-45.)

Irrumpen las preguntas ante un grito que no se alcanza descifrar: ¿por qué?, ¿por quién?, ¿para qué?

El teólogo Jürgen Moltmann en su libro Cristo para nosotros hoy, nos relata su experiencia espiritual en relación al Cristo Crucificado y cómo el descubrir el sufrimiento de Jesús a través de los relatos de los evangelios lo hizo acercarse, encontrarse y aferrarse a Él. Comentando la historia de la Pasión, expresa:

“Cuando llegué al grito de Jesús al morir, me dije: Aquí está el que te entiende y está contigo cuando todos te abandonan. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Ese era también mi clamor a Dios. Empecé a comprender al Jesús sufriente, tentado, abandonado por Dios, pues me sentía entendido por él. Y comprendí: este Jesús es el hermano divino en nuestra necesidad. Trae esperanza a los cautivos y abandonados. Es quien nos libera de la culpa que nos oprime y roba todo futuro. En ese instante me atrapó la esperanza, aunque desde una perspectiva humana había poco que esperar. Me infundió el coraje para vivir en un momento en que acabar con todo quizá hubiera parecido lo más sensato. Esta temprana comunión con Jesús (nuestro hermano en el sufrimiento que nos libera de la culpa) nunca más me ha dejado. Para mí, el Jesús crucificado es el Cristo. En los conflictos públicos y privados de mi vida aprendí luego a percibir la presencia del Jesús terrenal. El que trae el reino de Dios a los pobres, el que cura a los enfermos, el que acoge a los menospreciados, es quien nos llama al seguimiento y nos cautiva para la vida con su esperanza y su entrega.”[3]

Así como Moltmann, muchos hemos vivido (y necesitamos revivir) ese encuentro transformador con Jesucristo, nuestro Hermano divino en nuestra necesidad, con las particularidades de cada experiencia. Un encuentro que nos confronta con nuestros propios reinos egoístas, con nuestras miserias y pecados personales y sociales. Un encuentro que nos libera desde el perdón que nos ofrece Jesucristo desde la cruz. Un encuentro que nos hace vivir nuestra pascua. Que nos renueva, habilita y prepara para salir al encuentro de los cuerpos crucificados de hoy, compartiendo el amor de Dios en gestos y palabras. Que nos renueva la esperanza en la nueva creación.

Que ese Jesús el Cristo nos ayude a expresar nuestros gritos de dolor y esperanza por nosotros mismos, por la humanidad y nuestra casa común: la madre tierra. Cerramos mejor con el final de la oración que el gran científico y teólogo Teilhard de Chardin le hace al misterio de Jesucristo, el Alfa y el Omega:

“…Señor de la Consistencia y de la Unión, Tú, cuyo signo de reconocimiento y cuya esencia consisten en poder crecer indefinidamente, sin deformación ni ruptura, a la medida de la misteriosa Materia cuyo Corazón ocupas y cuyos movimientos, en última instancia, controlas por entero; Señor de mi infancia y Señor de mi fin; Dios acabado para sí y, sin embargo, para nosotros nunca acabado de nacer;

Dios que, para presentarte a nuestra adoración como «evolutor y evolutivo», eres en lo sucesivo el único que puede satisfacernos, aleja por fin todas las nubes que aún te ocultan, tanto las de los prejuicios hostiles como las de las falsas creencias. Y que, por Diafanía e Incendio a la vez, brote tu universal Presencia. ¡Oh, Cristo, siempre mayor!».

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[1] Entrevista, Diario Perfil, 25/02/2022. https://www.perfil.com/noticias/periodismopuro/boaventura-de-sousa-santosel-neoliberalismo-dejo-de-ser-legitimo-en-el-mundo-luego-de-la-pandemia-por-jorge-fontevecchia.phtml

[2] Westhelle Vitor: Voces de protesta en América Latina, (México: LSTCH, 2000), p.126.

[3] Jürgen Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Madrid, Editorial Trotta, 1997, p.10.

[4] Pierre Teilhard de Chardin, El corazón de la materia, Editorial Sal Terrae, Santander, 1976, p. 62.

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