¡…y el Verbo de vida eterna se hizo carne histórica! Parte III

 In Caminando en Justicia, Teología y Cultura

Introducción

El texto que hemos venido analizando es el prólogo de 1 de Juan. Hay quienes no ponen en duda la paternidad joánica de la carta. Esta tiene un sorprendente parecido con el cuarto evangelio, aquí suscribimos tal posición. Tanto la declaración de propósito del cuarto evangelio, como el de 1 de Juan, apuntan en una sola dirección que arroja luz sobre su paternidad. No obstante, más allá de lo que implica el debate, están las profundas cuestiones de 1), la epistemología joánica; 2), su concepción de la historia; 3), la historicidad de la fe; y, de suma relevancia, 4), la ética del amor. Estos artículos analizan las temáticas en torno a sus implicaciones para la Teología de la Historia.

I El carácter metahistórico en la declaración de propósito de 1 de Juan

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida —pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—,  lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea completo» (1Juan 1:1-4)

El cuarto evangelio declara: «Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20:31). Mientras que, en estrecho paralelismo, la primera carta dice: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios» (5:13). Además, tanto en la segunda carta (2 Jn.1), como en la tercera (3Jn. 1) aparece la identificación de «el Anciano», apuntando, muy probablemente su autoría a San Juan. Al decir armónicamente los textos: «éstas» y «Estas cosas», la referencia es claramente la ofrecida por el cuarto evangelio: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro» (20:30).

El prólogo no tiene en sí una presentación usual, tal como solía hacerse en las cartas de la antigüedad. En su lugar, lo que encontramos es un desarrollo teológico categorial. Puede significar que «el Anciano» no requería ninguna presentación personal y, mucho menos, una extensa introducción; esto apunta a que los candentes y delicados temas del breve escrito ya contaban con un desarrollo extenso entre la comunidad de creyentes, a la que el mismo «Anciano» pertenecía y, a quienes amorosamente llama «hijitos míos» (2:1, 12, 13c, 18, 28; 3:7,18; 4:4 y 5:21, e «hijitos» en 2:12, 13c; 4:1). Debe también ponerse de relieve el carácter sintético de ambos prólogos. En ellos es central la visión metahistórica de la fe, y su historicidad. Y, justamente, este hecho es de gran importancia para la Teología de la Historia, en tanto en cuanto que nos permite ubicar nítidamente el punto de partida, y así aducir confiadamente la fundamentación epistemológica para la pretensión de verdad, en torno a la cual hemos de dilucidar sobre los presupuestos epistemológicos desprendidos de la Teología de la Historia.

Lo que esto puede significar en las consideraciones éticas de la fe, y su enorme impacto en la cotidianidad circundante para nosotros hoy –si la fe no es la manifestación del eterno amor de Dios, fluyendo al mundo mediante nuestras acciones, entonces es una fe muerta y, por demás, enemiga de Dios–, tiene indiscutidamente su peso determinativo en el entendimiento y aprehensión categorial de su carácter metahistórico y escatológico, centrado en el insondable misterio del amor divino. Tal como lo ha planteado von Balthasar:

«Un amor que se me dona sólo puedo «comprenderlo» como un milagro, y no lo puedo agotar empírica o trascendentalmente, ni siquiera por el conocimiento de la general y abarcadora «naturaleza» humana; porque el tú es el otro frente a mí.»[1]

II Teología de la Historia y otredad de la divinidad

Resulta también interesante que a sus destinatarios «el Anciano» les llama «amados» (3:2, 21; 4:1, 7,11), y también «hermanos» (2:7), y «hermanos míos» (3:13). Además, la correspondencia identitaria plena se asume en toda la carta cuando dice: «Amados, ahora somos hijos de Dios»  –ἀγαπητοί νῦν τέκνα Θεοῦ ἐσμεν– (3:1-2, 10). La relevancia que la descripción identitaria adquiere es enorme: Viene a significar que la identidad de Jesucristo como el exaltado y soberano Hijo de Dios, es la base de toda identidad cristiana. Por ende: «Todas las afirmaciones teológicas adquieren su carácter cristiano sólo a través de su relación con Jesús».[2] De tal manera que Juan es uno con la comunidad de creyentes y, por ser uno con ellos, les viene la identidad al ser «llamados hijos de Dios». Por eso dice en 3:1: «Mirad cual amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» –Ἴδετε ποταπὴν ἀγάπην δέδωκεν ἡμῖν ὁ Πατὴρ, ἵνα τέκνα Θεοῦ  κληθῶμεν–. Parte de la profundidad teológica de esta declaración reside en el hecho de que toca, así mismo, la profundidad ontológica del ser, en cuanto ser cristiano. Ser cristiano significa ahora ser hijo de la «luz» y de la «verdad». En esencia, ser justo, en antítesis a ser injusto. Es decir, hijos de las tinieblas y de la mentira, pues «toda injusticia es pecado» (5:17). Indivisiblemente de ello, adquiere también su profunda relevancia la toma de conciencia de que, en las inmediaciones de toda fundamentación epistemológica en la búsqueda por la verdad, se encuentra el competente hecho del fondo histórico expresado en la tradición cristiana de que, Jesús, el Cristo de Dios, es la plenitud del conocimiento y la fuente de toda verdad.

La ontología del ser cristiano se da en razón del encuentro con la otredad de Dios. El ser totalmente otro de Dios, oculto en el misterio divino y santo, por tanto inaccesible –lo que en la edad media se conocía como Deus absconditus– despliega su autorrevelación en la otredad de su ser en sí, como donación de su sí mismo en la develación de su otredad: «ἑαυτὸν ἐκένωσεν»/«ἐταπείνωσεν ἑαυτὸν». De ahí que inmediatamente después del prólogo se diga: «Este es el mensaje que hemos oído de él y os anunciamos: Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él» –Καὶ ἔστιν αὕτη ἡ ἀγγελία ἣν ἀκηκόαμεν ἀπ’αὐτοῦ καὶ ἀναγγέλλομεν ὑμῖν, ὅτι ὁ Θεὸς φῶς ἐστιν καὶ σκοτία ἐν αὐτῷ οὐκ ἔστιν οὐδεμία– (1:5). Que la accesibilidad a la luz inaccesible, sea patentemente constitutiva a la ontología del ser cristiano, es ya revelación del misterio santo y divino, oculto desde los siglos para ser manifestado a los hijos de Dios. De tal forma que el incognoscible misterio santo y divino es algo que por amor a nosotros se hace cognoscible en su concreción y aprehensibilidad histórica: «—pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—». [καὶ ἡ ζωὴ ἐφανερώθη, καὶ ἑωράκαμεν καὶ μαρτυροῦμεν καὶ ἀπαγγέλλομεν ὑμῖν τὴν ζωὴν τὴν αἰώνιον ἥτις ἦν πρὸς τὸν πατέρα καὶ ἐφανερώθη ἡμῖν]. ¡Así de potente es la declaración del prólogo! Es, de igual manera, potente también la declaración del prólogo en el cuarto evangelio.

Cuando la polaridad entre la paradoja del acceso a lo divino irrumpe en medio de su inaccesibilidad, entonces, se dice que «A Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn.1:18). Y, sin embargo, en oposición a ello se encuentra la declaración que le antecede: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (1:14). Aquí nuevamente la mediación de lo divino constituye la fundamentación de toda búsqueda humana por Dios. El testimonio unánime de la teología novotestamentaria es, sin duda, contundente en este sentido, tal como el himno –y posiblemente, credo– de 1 Timoteo 3:16 lo presenta:

Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad:

Dios fue manifestado en carne,

justificado en el Espíritu,

visto de los ángeles,

predicado a los gentiles,

creído en el mundo,

recibido arriba en gloria.

Gottlieb Söhngen (1892-1971), que estuvo ampliamente interesado en la unidad de la teología en torno a la cuestión de la argumentación histórico-salvífica, tiene una extraordinaria aportación en la Dogmática de Mysterium Salutis, en el que escribe lo siguiente:

«El Dios que se revela descubre, es cierto, el misterio y los misterios de Dios, anuncia y realiza su misterio salvífico en favor de los hombres. Pero Dios se revela y se descubre a nosotros sin dejar de permanecer oculto y sigue, además, oculto, en medio de su revelación: el Dios que se revela en su divinidad (Rom 1,20) es, al mismo tiempo, el Dios que se oculta en su divinidad (Is 45,15; 1Re 1,20 es un eco de Is 45,15). Es cierto que Dios no se oculta del mismo modo al creyente que al incrédulo. Para los incrédulos, Dios y su misterio permanecen ocultos, de tal suerte que Dios no se manifiesta a ellos como única fuerza salvadora. Los creyentes, por el contrario, experimentan aquello mismo que el profeta dijo a modo de paradoja o contradicción: «En verdad, Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45,15).»[3]

III El camino hacia una Teología de la mediación en el acontecer histórico

En nuestro desarrollo teológico categorial la paradoja no solamente es distintiva del choque hermenéutico que se da en él, sino que la introducción de la paradoja, en su máxima tensión interpretativa, viene a significar un extraordinario avance en el proceso de la revelación histórica de Dios. Desde luego que esto tiene que ver con la mediación de lo divino en todo acto humano en búsqueda por la incognoscibilidad del Creador. Si se ha observado bien el desarrollo teológico categorial que hemos presentado, entonces, podemos decir ya que de la mediación divina en todo acto por aprehender la incognoscibilidad de Dios, ha de desprenderse naturalmente una hermeneutica de la mediación y, en consecuencia, una teología de la mediación. Estas no son otra cosa más que los prolegómenos a toda Teología de la Historia. Y su funcionalidad operante metodológica, así como su instrumentalidad hermenéutica, y, consecuentemente, su facticidad histórica, será la de lidiar indefinidamente con la tensión de las paradojas divino-humano/inaccesible-accesible/incognoscible-cognoscible, en la revelación de Dios como historia.

Ante la posible objeción de que nuestra formulación, en el acceso a la Teología de la Historia, representa en realidad un retroceso o un estancamiento con respecto al entendimiento de la revelación como historia, podemos anticipar la respuesta de que, al formular así las cosas, en realidad se destaca el carácter dinámico de la fe, puesto que la fe histórica jamás puede ser estática, en tanto en cuanto que testimonio de Dios irrumpiendo entre nosotros: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Cor.5:19a).

Conclusión

Una de las más nítidas visiones que nos deja el análisis de los escritos de San Juan, vistos desde el singular abordaje de la Teología de la Historia, es el hecho indiscutible y aplastante de que el misterio santo y divino sigue siendo tan inescrutable, tan profundo e inabarcable. De tal forma que, junto a Nicolás de Cusa, podamos exclamar nosotros hoy: «Sea, pues, Dios bendito por todos los siglos, que está escondido a los ojos de todos los sabios del mundo».[4]

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[1] Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno, Salamanca, Sígueme, 2006, p.52

[2] Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de cristología, Salamanca, Sígueme, 1974, p.19

[3] Gottlieb Söhngen, en Mysterium Salutis I, Madrid, Cristiandad, 1974, p.981

[4] Nicolás de Cusa, Diálogos sobre el Dios escondido, Navarra, Universidad de Navarra, 2011, p.33

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