¡…y el Verbo de vida eterna se hizo carne histórica! Parte IV

 In Caminando en Justicia, Liberación e Historia, Teología y Cultura

Introducción

Con este artículo terminamos la entrega de ensayos sobre la Teología de la Historia desprendida del prólogo en la 1ª carta universal de San Juan. Las cuestiones suscitadas del prólogo son densas, profundas y bastante complejas; por tanto, requieren una aproximación reposada y sumamente cuidadosa. Lo que hasta aquí hemos planteado es solamente la introducción al análisis que pretendemos realizar. Sin embargo, en estos ensayos ya está en esencia la medula del proyecto. Una segunda parte de ensayos tiene que ver con Ética y teleología: lo indivisible del actuar cristiano; la tercera parte de ensayos se enfocan en Ética y escatología: el aquí y ahora de la esperanza; y finalmente, la cuarta parte de ensayos discuten el tema de: Teología de la Historia y Teología del amor: Unidad y Totalidad del obrar divino. Sin embargo, por razones de espacio no daremos a conocer el resto de la investigación.

I. La invitación del prólogo en 1 Juan: Pensar históricamente la fe

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida —pues la vida fue manifestada y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó—,  lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea completo» (1Juan 1:1-4)

   El prólogo de 1ª de Juan está perfectamente centrado en la historia, y, la singular característica de la fe cristiana es su notable arraigo histórico; de ahí la imposibilidad epistemológica y hermenéutica de una fe ahistórica: «Stephen Neill ha escrito que “el cristianismo es una religión histórica en el sentido más amplio que pueda darse a esta expresión.”»[1] La aseveración concierne a la postulación epistemológica de la fe, en tanto fe que inexcusablemente refiere, vez tras vez, el enunciado de que: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida». ¡Esto es facticidad histórica! Es, así mismo, criterio de validación objetivo, pues el carácter histórico de la fe siempre saldrá al paso al que interroga por su pretensión de verdad.

Vale anticipar la pertinente aclaración de que esta tarea no concierne únicamente al erudito o al teólogo; al especialista o al historiador del cristianismo. Sino que compete a todo aquel cuya mente ha sido renovada en Cristo. Pues tal renovación asume el mandato divino de amar a Dios con toda la mente (Mr.12:30). Enfatizando así que «La siempre presente tarea de la iglesia es interpretar su fe ante el mundo contemporáneo. Para hacerlo, requiere una comprensión de lo que es esencial a la fe así como lo que es incidental. El fracaso en este punto no sólo desnivela la piedad personal; confunde la proclamación del evangelio ante el mundo.»[2]

Quienes interrogan nos interpelan mayoritariamente en el terreno de la historicidad de la fe. Por tanto, como lo afirma N.T. Wright: «El cristianismo apela a la historia; a la historia debe acudir».[3] Sin embargo, aquí no estamos acudiendo a la historia en cuanto construcción narrativa, historiográfica y hermenéutica del pasado, no es propiamente lo que nos interesa. Más bien, nuestro recurso a la historia se da en función de su epistemología. En tanto en cuanto que nuestro interés primordial gira en torno a la pretensión de verdad de la fe cristiana bajo el enunciado teológico de que el Verbo de vida eterna se hizo carne histórica. No es una afirmación propiamente histórica, pues esta se estrella contra la imposibilidad de su facticidad. No se puede historizar la preexistencia del Verbo que, de acuerdo a los datos del Nuevo Testamento, existe antes de la historia y el tiempo. Estos no vinieron a ser para Él, sino por Él y en Él: «Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho.» (Jn. 1:3) Por lo tanto, estamos ante una declaración dogmática, y su asertividad es cuestión de fe: Paradójicamente, una fe abierta a la verificación histórica.

II. El peligro de los fundamentalismos: la deshistorización de la fe

La increencia y la creencia reclaman su espacio epistémico de verdad. Ninguno puede descartarse, ni excluirse ante el a priori del dogma. Cuando así se hace, se traiciona la razón de la increencia y su derecho al libre examen ante el uso inteligente de las objeciones. De tal manera que el escepticismo, el ateísmo y la incredulidad dejan razonablemente de prestar un servicio positivo al avance de la fe. Si el escéptico no interroga por la pretensión de verdad de la esperanza cristiana (1P.3:15), hace que la creencia en la fe de la esperanza se desproporcione, al grado que degenere en mito negativo, fábula y cuentos efímeros, carentes de sentido y significación. La fe, finalmente termina adquiriendo un carácter diabólico y perverso, pues es tal su distorsión que ya no habla de Dios, ni en nombre de Dios, sino que porta lo más vil y bajo de su mera antropologización deificada. Fue, sobre todo, Feuerbach quien llamó fuertemente la atención sobre este radical giro ya en el siglo XIX –coincidentemente bautizado como El siglo de la historia– al decir en La esencia del cristianismo –1841– que «La teología se ha convertido, desde hace ya mucho tiempo, en antropología.»[4] Al grado que «la antropología es el misterio de la teología.»[5]

Como resultado, la fe, una vez despojada de su criterio de verdad –y de la validez en su pretensión de verdad– no puede proclamar ningún otro mensaje que aquel que exalta y glorifica la obra y manifestación del Anticristo. Pues ella misma prepara el camino para la aparición del inicuo, «que ahora ya está en el mundo» (1Jn.4:3b). De tal manera que el Anticristo se manifiesta ahí donde se descartan a priori las sólidas objeciones contra la fe cristiana. Aquí lo apriorístico deviene irracionalidad. Es la sinrazón de la esperanza desfigurada. Trasmutada en pura forma carente de contenido; docetismo con mascara de evangelio. Es el más vil y bajo vaciamiento de la razón divina, ofreciéndose como sentido auténtico. ¡Una kénosis inversa! No obstante, lo que acecha al fondo del ser es la pura inautenticidad de aquello «que se levanta contra todo lo que lleva el nombre de Dios» (2 Tes. 2:4 DHH). Lo realmente diabólico en la perpetuación de la obra del Anticristo no reside tanto en el hecho concreto de levantarse contra Dios, sino de su acción usurpadora en nombre de Dios. Efectivamente, tal fenómeno puede atestiguarse fehacientemente en los fundamentalismos. Estos siempre son el rostro del Anticristo asomándose a la fe y usurpando violentamente el sano y honesto derecho de la pretensión de verdad cristiana. ¡El fundamentalismo cancela el libre derecho a cuestionar! En 1963 Paul Tillich denunciaba brillantemente que

«El fundamentalismo posee rasgos demoníacos. Destruye la humilde sinceridad de la búsqueda de la verdad, crea en sus seguidores una crisis de ciencia y conciencia, y los convierte en fanáticos porque se ven forzados a suprimir ciertos elementos de verdad que apenas perciben.»[6]

   Y de nuevo, es Juan quien advierte contra la perversidad de tales fundamentalismos, cuando en nombre de Dios y su verdad, terminan expulsando finalmente al mismo Cristo, como Señor de la iglesia. ¡Son tan suficientes en sí mismos, que ni Cristo les hace falta! «Tú dices: Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad.» (Ap.3:7a) Desgraciadamente el desmedido énfasis en la eclesiología, es decir, una vida cristiana centrada en la grandeza de la iglesia, y su carácter denominacional, y no en la de Cristo mismo, es una de las características más notables de la cristiandad hoy en día. Walter Kasper, teólogo católico con una alta eclesiología, subraya magistralmente el problema:

«se da el peligro de que Jesucristo sea encasillado eclesiásticamente y de que la iglesia ocupe el lugar de Jesús. La iglesia, en tal supuesto, ya no anuncia ni da testimonio de Jesucristo, sino que actúa como defensora y testigo de sí misma. La cristología se convierte en respaldo ideológico de la eclesiología. Con lo que se roba tanto a la cristología como a la eclesiología su sentido íntimo y su significado. La iglesia, como comunidad de los creyentes, no debe entenderse jamás como algo que descansa sobre sí mismo. La iglesia tiene que trascender continuamente en orden a Jesucristo. Por lo mismo tiene que reflexionar sin cesar sobre su origen: sobre Jesucristo, su palabra y su obra, su vida y su destino.»[7]

   ¿Acaso esto no es lo que el prólogo nos está diciendo con las palabras de «y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1:3b)? El Anticristo y su manifestación diabólica se encuentra ahí donde la iglesia ha suplantado a Cristo.

III. La teología joánica de la historia y su visión de Totalidad 

Juan coloca el criterio de validación objetivo en la pretensión de verdad de la fe, al inicio de su evangelio: 1:43-51. Ante la asombrosa afirmación de «Hemos encontrado a Jesús de Nazaret», se ofrece la respuesta de «–Ven a ver–». Con esto, la facticidad histórica queda abierta sin la mínima pretensión de cerrarse. Nuevamente Juan nos coloca en su perspectiva histórica, cuando en el Apocalipsis 5 se dice que un «Ángel poderoso…Llevaba en la mano un pequeño rollo escrito que estaba abierto» (vv.1-2). Bien puede interpretarse el estado y condición de «abierto» como el abrir la historia. Remitiendo al punto en la eternidad pasada donde la voz creadora de Dios empezó a decir: “«Sea la luz». Y fue la luz” (Gen.1:3). ¡Sea la vida! ¡Sea el amor! ¡Sea el existir! ¡Sea la historia en plenitud! Con el estado de abierto se abre la totalidad en su insondable e inescrutable misterio, y, contradictoriamente, se abre ante nosotros la amarga experiencia del dolor, la angustia, el sufrimiento y la muerte, es decir: el desgarramiento de la vida. Por algo ese pequeño rollo abierto es «dulce como la miel», pero amargo en las más profundas entrañas del ser. (Ap.10:10)

El «pequeño rollo escrito que estaba abierto» apunta a la historia desgarrada que está a punto de cerrarse, pues el Ángel poderoso exclama tan potentemente, como «el rugido de un león» (10:3a): «¡El tiempo ha terminado!…se cumplirá el designio secreto de Dios» (vv.6-7). Esto es de suma relevancia para nuestra argumentación, pues muestra contundentemente cómo todo queda remitido y centrado en la cuestión de la historia. El tiempo es una de las categorías centrales en la teología joánica. Aquí llegamos al punto en que se despeja claramente cualquier duda de que en San Juan, la Teología de la Historia ocupa una centralidad tan abarcante y fructífera como la concepción teológica de la historia formulada en el denso tratado de Lucas-Hechos.

Conclusión: Formulación de la tesis general

Es necesario tener en cuenta que las declaraciones teológicas de Juan –así como del resto de las Escrituras– entrelazan íntimamente los hechos históricos con la teología, y la teología se enraíza profundamente en la historia, conformando un todo homogéneo y compacto. Lo primero se conoce como Historia Teológica; y lo segundo, como Teología de la Historia. No obstante, en la reflexión teológica de la modernidad  está faltando un desarrollado histórico de la fe, que ubique su punto de partida en torno a la formulación epistemológica de la teología joánica, como proyecto valido cara a la comprensión y explicación de los actuales retos que confrontan a la razón de la esperanza cristiana. Semejantes proyectos casi exclusivamente ha partido desde el pensamiento Lucano, en quien, como lo indica Howard Marshall, «La teología de la historia destaca de una manera bastante explícita.»[8] Para Marshall, «la preocupación de Lucas es que el mensaje se apoye en sucesos históricos (1:1-4).»[9]  A esta típica e influyente corriente de interpretación debemos formularle el siguiente cuestionamiento: ¿Pero acaso lo constitutivamente histórico y, consecuentemente, su historicidad y facticidad concreta, no es también lo centralmente determinativo en el prólogo de 1ª de Juan? El prólogo responde afirmativamente diciendo: «hemos oído…hemos visto…hemos contemplado…palparon nuestras manos.»

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[1] Citado en George Eldon Ladd, Creo en la resurrección de Jesús, E.U., Caribe, 1977, p.12

[2] W.T. Purkiser, R.S. Taylor, W.H. Taylor, Dios, hombre y salvación. Una teología bíblica, U.S.A., CNP., 1991, p.14

[3] Citado en Frank Thielman, Teología del Nuevo Testamento, Mi., Florida, Vida, 2006, p.60

[4] Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo, Madrid, Trotta, p.32

[5] Idem

[6] Paul Tillich, Teología Sistemática I, Salamanca, Sígueme, 1982, pp.15-16

[7] Walter Kasper, Jesús, el Cristo, Salamanca, Sígueme, 1979, p.30

[8] Ian Howard Marshall, Teología del Nuevo Testamento, Barcelona, CLIE., 2016, p.106

[9] ídem

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Comments
  • Pablo Oviedo

    excelente y riquísimo ensayo Mitz , gracias

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